Como dijimos,
la tristeza y la alegría son fluctuaciones normales de humor que acompañan y
rodean los avatares de una existencia. Incluso la postración puede surgir sin
motivo especial, y por eso no necesariamente indica anormalidad.
La depresión, en cambio, posee una
naturaleza muy diferente, y se caracteriza por un profundo y prolongado
abatimiento. El deprimido pierde, más o menos fácilmente, sus facultades de
comunicación. Le acompaña también un intenso dolor moral que los demás, por lo
general, apenas comprenden, y una total impotencia para cualquier iniciativa de
cara al futuro.
En la mayoría de los casos, los
deprimidos reviven los hechos más sombríos de su pasado, lo que les produce
sentimientos de culpabilidad. Todo intento o esfuerzo psicomotor está
destinado al fracaso.
Lo que más les molesta a los
melancólicos es la reacción incomprensiva de los familiares y, en general, de
las personas que les rodean: “haz un esfuerzo”, “lo tienes todo para ser
feliz”, “convéncete: todo es subjetivo”. Es inútil. Privado como está de
capacidad psicomotriz, el deprimido naufraga fatalmente. No puede levantarse.
* * *
La postración morbosa suprime
todo gusto. El deseo de mantener contactos afectivos desaparece. Las funciones
instintivas se encuentran alteradas, casi aletargadas.
Desaparece también el sueño
tranquilo y reparador. Muchos alcanzan a dormir en la madrugada, y aun en este
caso el sueño es superficial e intermitente. En las horas de insomnio se deja
curso libre a los recuerdos amargos, y las ideas más negras penetran y se
instalan en la mente como moscas, sin poder ahuyentarlas. Son dominados casi obsesivamente por
complejos de culpabilidad, debidos a faltas reales o ficticias.
Una ansiedad, que llega como en
oleadas, se sobrepone a todos los demás síntomas. En este contexto fácilmente
puede nacer el deseo de morir. Y cuando se dan todas las condiciones y todas
ellas tocan el techo, el enfermo puede aproximarse a las puertas del suicidio.
La depresión afecta a todo el
organismo. Encerrado como en una prisión, en su melancolía, el deprimido vive
con amargura una sensación oprimente de inutilidad. Sus gestos son lentos y
torpes; su mímica, también torpe, no refleja más que aflicción; su mirada se
empaña; su voz, monocorde, expresa pensamientos derrotistas y habla con
vacilación.
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