La
tranquilidad mental es un estado en el que el hombre deja de referirse y
agarrarse a esa imagen ilusoria. La
liberación consiste en vaciarse de sí mismo, en extinguir la llama, en
despertar y tomar conciencia de que estabas abrazado a una sombra cuando te aferrabas
tan apasionadamente al “yo”. Sí, es necesario despertar de este engaño: el de
suponer que era real lo que de verdad era irreal.
La tarea de la liberación consiste,
pues, en ejercitarse intensamente en la práctica del vacío mental, para
convencerse experimentalmente de que el supuesto “yo” no existe. Así como el
origen de todo dolor, insistimos, está en el error de considerar la imagen del
“yo” como entidad real, la liberación del sufrimiento consiste en salir de ese
error.
Y desde ese momento, así como,
caído el árbol, caen las ramas; así como, consumido el aceite, se extingue la
lámpara, de la misma manera, yugulado el “yo”, quedan cercenados los
sentimientos que estaban adheridos al centro imaginario.
Con otras palabras: extinguido el
“yo”, se apagan también aquellas emociones que eran, al mismo tiempo, “madres”
e “hijas” del “yo”: temores, deseos, ansiedades, obsesiones, prevenciones,
angustias... Y, apagadas las llamas, nace en el interior un profundo descanso,
una gran serenidad.
Muere el “yo” con sus adherencias, y
nace la libertad.
Este programa es equivalente a los
principios evangélicos: negarse a sí mismo; para vivir hay que morir, como el
grano de trigo; el que odia su vida, la ganará.
L legó, pues, la hora, hermano: la hora
de aventar las ficciones, y liberarse de las tiranías obsesivas, recostarte en
el rincón y dormir; dormir, que es olvidarse de ti mismo; soltar al viento los
nombres, los pájaros y los lamentos; respirar como en la primera aurora del mundo;
bañarte en las anchas desembocaduras de la paz y reposar en las frescas
praderas.
Desde el seno de la noche levanta la
luz su cabellera de plata. Los campos están grávidos. Conviven en el mismo
cubil el tigre y el cordero, y el niño juega junto a un nido de víboras.
Bienaventurados los pobres y desposeídos de sí mismos, porque saborearán el descanso
y la paz.
Para obtener estos frutos hay que
pagar un precio: el de ejercitarse asidua, incansablemente, en la práctica del
vacío mental.
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