La angustia
puede tornarse en una situación habitual. Más aún, silos desafíos se suceden
unos a otros, la persona afectada puede caer en la angustia vital.
Y ésta es la situación del hombre
actual. Demasiadas flechas, disparadas al mismo tiempo desde cien almenas,
hacen blanco certeramente en el sistema nervioso del hombre, que, más que
herido, se siente ahogado.
Hay dos leyes fatales que son las
madres naturales de la ansiedad: la rapidez y la productividad. Tanto vales
cuanto produces. Teniendo en cuenta que productividad no quiere decir sentirse
pleno y realizado, sino rendimiento constante y sonante, tangible. Al hombre se
lo mide por su capacidad de rendimiento; y él, a su vez, valora la vida por el
rendimiento que le reporta.
A cualquier profesión se le
exige un máximo de productividad, algo que se pueda disfrutar ahora mismo.
Existe una psicosis de la prisa. En la escala social de valores, un fracaso
económico es peor estigma ante la sociedad que, por ejemplo, el fracaso
matrimonial. Por eso, más que tener, lo que hoy interesa es parecer que se
tiene.
* * *
¡Cuántos temores e
insatisfacciones en el trabajo y la profesión! Duele la competencia desleal de
los amigos. Cada uno busca su medro personal; y, con tal de escalar puestos,
no les importa pasar por encima de los demás. Hay que aguantar también las
arbitrariedades de algunos jefes. Es una sociedad fría y hostil.
Triunfar en la profesión y
alcanzar una posición elevada es una cosa; más difícil es mantener la altura y
el prestigio durante años y años, cuando al lado están los envidiosos y
ambiciosos, acechando y suspirando por ese puesto, o, simplemente, cuando todo
se gasta y cansa. Para las mujeres, constituye una fuente de ansiedad, sobre
todo al comienzo del matrimonio, la necesidad de encontrar un equilibrio entre
su profesión y su condición de esposa-madre.
Yendo de la casa al lugar del
trabajo, el tráfico está congestionado y hay que apurarse para no llegar tarde.
De vuelta a casa, las muchedumbres se agolpan para alcanzar lo más rápidamente
posible el metro u otros medios de locomoción en medio de ruidos estridentes;
tal vez llueve... Y la gente llega a casa cargada de ira, de nerviosismo, de
desagrado.
En la sociedad urbana, las
familias cambian con frecuencia de domicilio, en medio de tensiones,
incertidumbres y problemas de adaptación. En el seno del matrimonio, entre los
compañeros de trabajo, en el vecindario, surgen las desinteligencias, los
intereses creados y las incompatibilidades. Los hijos, en plena etapa de
desarrollo, pasan de una crisis a otra. Van pasando los años, los entusiasmos disminuyen,
comienzan a aparecer las enfermedades. La jubilación ha resultado menos
satisfactoria de lo que se esperaba: es una sensación de impotencia e
inutilidad, difícil de explicar. Los viejos son un estorbo en todas partes en
esta civilización.
La polución atmosférica ha alcanzado
en la mayor parte de las ciudades límites intolerables: se hace difícil
respirar, los ojos lagrimean. La tele nos acribilla día a día con tragedias
acaecidas en lejanos países del planeta. El desempleo, la pobreza, la desnutrición,
las malas condiciones sanitarias y la precariedad de las viviendas constituyen
un verdadero martirio para grandes sectores de la población. El estrépito de
las calles estimula el nerviosismo y la agresividad.
He aquí las fuentes de la angustia.
¿Cómo no sucumbir ante el pertinaz
asedio de tantos estímulos? ¿Cómo salvarnos de tantas fieras como nos acechan y
amenazan? Pertenecemos a esta civilización, no podemos evadirnos de ella. Pero
¿qué podemos hacer para mitigar la angustia?
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