No
es el caso del bosque y el árbol: el árbol, solitario en la meseta, crece y
vive con la misma gallardía. No es el caso del antílope y la manada: el
rumiante, perdido en la estepa africana, no se hace problemas para sobrevivir. Ni
tampoco es el caso del cardumen y el pez: éste, solitario en las aguas
profundas, no echa de menos para nada a su grupo.
Muy distinto es el caso del
hombre.
Como ya lo hemos explicado, el
hombre, al tomar conciencia de sí mismo, volvió la mirada hacia sí mismo, se
analizó, se midió y se ponderé, y se encontró solitario, indigente, encerrado
entre las paredes de sí mismo. ¿Cómo
salvarse de esta cárcel? Con una salida hacia el otro.
El ser humano es como un muñeco
balanceándose entre dos abismos: la necesidad de ser el mismo y la necesidad de
ser para el otro: esencialmente mismidad y esencialmente relación. El otro es,
pues, para el hombre necesidad y salvación. Imaginemos, por una hipótesis, a un
hombre abandonado para siempre en medio de un páramo: estallaría, se
desintegraría mentalmente, regresando probablemente a las etapas prehumanas.
El otro—reiteramos— es, pues, para el hombre necesidad y “salvación”.
Pero esa relación, ¡ay!, no siempre
es salvación, sino también, frecuentemente, suplicio y dolor, cosa que le llevó
a Sartre a estampar aquel acorde desabrido: “el infierno es el otro”.
Habiendo hecho un largo camino por
el interior de la vida, he podido comprobar que, efectivamente, el otro es el
manantial más importante y temible de sufrimiento humano; del otro le llegan
al hombre los impactos más dolorosos. Y henos aquí atrapados de nuevo entre,
las tenazas de la contradicción: que lo que es necesidad se nos pueda tornar
en infierno.
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