Desde la
cumbre sinuosa de todo lo dicho, el hombre se pone en pie, levanta la cabeza,
abre los ojos y se encuentra con que casi todo está consumado; que podemos muy
poco, que nuestras zonas de opción son pequeñas, que si la libertad existe y
funciona, está, sin embargo, condicionada en amplias zonas de nuestra
personalidad, y en algunas circunstancias casi anulada; y que, en fin, somos
esencialmente precariedad e impotencia.
La sabiduría consiste en
aceptar con paz el hecho de que podemos muy poco y en poner en acción toda
nuestra capacidad de entusiasmo para rendir al máximo en ese poco.
Hemos visto al hablar de lo
genético que nuestra personalidad es capaz de expandirse en algunas
direcciones, que altas murallas le cierran el paso en otras, que, con grandes
esfuerzos, puede lograr algunos resultados en determinados campos.
He conocido innumerables
personas hundidas en el abismo de la frustración. Por los días de su juventud
comenzaron a soñar en los más altos ideales: felicidad conyugal, santidad,
éxito profesional, política... Pasaron los años. Por largo tiempo lograron
mantener en alto la antorcha de la ilusión. Luego, paso a paso, fueron
sintiendo y comprobando la distancia que existía entre sus sueños y la
realidad. Vieron cómo sus ilusiones se las llevaba el viento una por una...
Hoy, a sus cincuenta o sesenta años, se les ve decepcionados, escépticos. Ya
no creen en nada. Su ideal se convirtió en su sepultura. Porque no era un
ideal, sino una ilusión. El ideal es la ilusión más la realidad.
* * *
Podemos muy poco. Esta
insistencia en nuestro desvalimiento no tiene por qué desanimar a nadie, sino
todo lo contrario. El desánimo proviene del hecho de poner la mirada en cumbres
demasiado elevadas; cuando comprobamos que son inaccesibles, nos invade el
desánimo.
Nosotros, en cambio, decimos: es verdad que podemos poco, y aceptamos
de antemano esa impotencia; pero para lograr ese poco pondremos en juego la
totalidad de nuestras energías. Aquí no habrá desengaño ni desilusión, porque
no hubo engaño ni ilusión. He aquí el secreto de la sabiduría: poner toda la
pasión, pero a partir de la realidad.
Supongamos que el ideal más
alto se cifra en alcanzar cien puntos. Hay que aspirar a alcanzar esos cien
puntos, luchar ardientemente por alcanzar esa cumbre. Pero el hombre debe saber
y aceptar de antemano que lo más probable es que sólo alcanzará setenta y cinco
puntos, o cuarenta y siete, o veinticuatro, o tal vez solamente cinco. Debe
aceptar con paz esas eventualidades, ya que, de otra manera, el despertar
podría ser muy amargo.
Esta es la manera concreta de
disecar un manantial inagotable de sufrimiento: saber y aceptar serenamente que
tu inteligencia es más limitada que tus deseos de triunfar, que tus
posibilidades de perfección humana son relativas, que tu felicidad conyugal o
tu éxito profesional pueden fallar, que no siempre serás bien aceptado en la
sociedad, que no se concretarán todos tus proyectos, que no te faltarán
enemigos, y no siempre por tu culpa, que tu influencia será limitada en tu medio
ambiente.
Acepta de antemano todo esto, y
tus energías no se quemarán inútilmente, sino que estarán disponibles para la
lucha de la vida y acabarás saboreando la tranquilidad de la mente y la paz
del corazón.
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