Después de
esta visión general, vamos a señalar unos cuantos sentimientos dominantes que,
a modo de síntomas, ayuden a identificar la depresión.
Tristeza. Se puede sentir
tristeza por algo que sucedió; pero en la depresión se trata de una tristeza
vital, sin motivo alguno.
Puede
ser una tristeza pasiva. En ella subyace un sentimiento de impotencia y
desaliento; y, cuando es muy profunda, el enfermo puede tener la sensación
confusa de que el cuerpo entero participa de ese sentimiento, como si la
tristeza emanara como una secreción—permítaseme la expresión— de los poros del
cuerpo. Una tristeza, pues, “encarnada”.
A muchos he oído utilizar esta
misma expresión: “tristeza corporal”, como si estuviera consustanciada con el
propio ser: la cabeza tiende a inclinarse, los brazos y las piernas “se
caen" y todo el cuerpo pareciera desmoronarse hecho pedazos.
Cabe también una tristeza
activa. En ella palpita, aunque en forma latente, una reacción de protesta y
lamento, sin que, no obstante, exista propiamente agresividad, sino más bien
desesperanza, acompañada de resignación, que
es hija de la impotencia.
Inhibición. Como si toda
la energía vital hubiera sido convocada y seducida por la muerte, todas las
manifestaciones vitales son arrastradas, como en un gran movimiento de
repliegue, hacia la inmovilidad y la inercia.
Todo se paraliza: la capacidad
de pensar, de recordar; todos los resortes de la expresión, todas las
facultades de actuación. Es la muerte del sistema psicomotor.
Hay una sensación general de
aplanamiento, de desánimo, vacío de impulsos y sentimientos; muerte absoluta
de toda capacidad creativa. No hay deseo de emprender nada.
El enfermo se torna incapaz de
vibrar con las alegrías y de entristecerse con las tristezas. Todo le resulta
indiferente.
Mueren la alegría, el humor, el
impulso sexual, las ganas, el hambre. El depresivo no hace plan alguno, no
actúa, se sumerge en la pasividad. Su musculatura se hace fláccida, las funciones
digestivas se realizan perezosamente, baja la presión arterial y desciende el
ritmo cardíaco.
Llorar ya es una catarsis,
liberación parcial del sufrimiento. Pero el depresivo, por no tener ganas de
nada, ni siquiera tiene ganas de llorar. A lo sumo, llora hacia adentro. Es la
melancolía más desoladora, profunda e inefable.
Kierkegaard dice:
“Cuando se está angustiado (deprimido), el tiempo
transcurre lentamente. Cuando se está muy angustiado, aun el mismo instante se
hace lento. Y cuando se está mortalmente angustiado, el tiempo acaba por
detenerse.
Querer correr más deprisa que nunca, y no poder mover
un pie. Querer comprar el instante mediante el sacrificio de todo lo demás, y
saber que no se halla en venta”.
Desesperanza. El deprimido se
deja atrapar por los anillos de un misterioso remolino, trágico y temible: ni
siquiera tiene ganas de salir de ahí.
Como han muerto las facultades
volitivas, llevado en los brazos de la inercia, el deprimido ni siquiera siente
deseos de hacer algo para salir de ese estado. Ha habido personas que me han
confiado que, debido a esa inercia letal, ni siquiera se movieron para atentar
contra su vida.
Una de las experiencias más
desoladoras que me ha tocado vivir es ésta: la impotencia para consolarlos; no
hay alivio posible para ellos. Poco o nada sirve el recurso a la fe, los
métodos de relajación, las consideraciones sobre la transitoriedad de la vida.
No hay eco. No hay reacción ni respuesta alguna. Es como poner una inyección de
vitaminas a un cadáver.
Dios tenga piedad de estos enfermos
y les conceda la gracia de tener paciencia, de esperar a que pase la tempestad.
* * *
No hay persona que, sumergida en la
noche de una crisis aguda y prolongada, no piense en el suicidio. Si no pasan a
los hechos es a causa de los efectos letales que produce esta enfermedad. Pero,
aun así, se sienten seducidos por aquella ventana, merodean por aquel
acantilado, aquel rompeolas, el puente sobre el río, las vías del tren...
Y si, finalmente, se ha
consumado el deseo fatal, es debido al siguiente mecanismo: a veces, a la
depresión se agrega el fenómeno de la obsesión. Ahora bien, si el contenido de
esta obsesión es la idea fija de morir (y si la crisis es grave y larga), es
difícil evitar un intento de suicidio.
* * *
Y, para peor, los sujetos deprimidos
suelen tener, por lo general, un aspecto saludable, no se advierte en ellos
ningún síntoma de enfermedad. Todos sus órganos, uno por uno, están sanos. Los
electros no señalan nada anormal. El médico dice: no tiene nada. Sus compañeros
de trabajo y sus familiares abundan en suposiciones gratuitas: son caprichos,
se hace el enfermo, es pura pereza, evasión...
Y así llegamos al colmo del absurdo,
que es el siguiente: si la alteración depresiva hubiera sido motivada por un
desastre en el que murió su ser más querido, todos le comprenden y le
compadecen, y él se comprende también a sí mismo; tiene motivo más que suficiente
para sentirse deshecho.
Pero cuando la depresión es
endógena, y llega la crisis; y sin motivo alguno ni razón de ser le invaden y
se apoderan de él la tristeza, el amargor, el desamparo, la desolación, la
desesperanza y, en suma, una agonía de muerte; y, para colmo de desdichas,
silos familiares y amigos lo hostigan con incomprensiones e ironías..., es que
ya estamos tocando el techo más alto del absurdo y del drama humano. ¿Cabe
peor “infierno”?
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