El hombre, digamos así, medieval vivía afirmado sobre un determinado
sistema de seguridades. Este sistema estaba, a su vez, constituido por una
visión sobre el hombre y su destino y, en general, por una concreta
cosmovisión, todo ello basado en la fe cristiana.
A partir del Renacimiento, el
esquema de ideas se fue desmoronando lentamente, y, por ende, las escalas de
valores y el sistema de seguridades; y mientras se consumaba este derrumbe, el
espectro de la angustia fue, paralela y simultáneamente, poblando las entrañas
de la humanidad.
¿Es que en épocas anteriores no
existía la angustia? Probablemente no en la proporción de los tiempos modernos;
pero existía, aunque paliada (¿sublimada?) y absorbida por las convicciones y
certezas de la fe.
Es verdad que el hombre se ha liberado de las ataduras de la religión;
pero, al esfumarse el sistema de seguridades, el hombre se ha encontrado
desplumado e indigente frente a un abismo absurdo, náusea, nada; en suma, la
angustia. ¿ De qué le ha servido tal liberación?
Podemos afirmar que el subproducto
más característico de la modernidad es la angustia. Si nos asomamos a los
horizontes de la filosofía, el teatro, la poesía, el cine, la literatura en
general, nos encontraremos con la extraña identificación entre el hombre
(moderno) y la angustia.
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