“Un viernes de
agosto amanecí rara. Pero no tenía ninguna razón para sentirme incómoda,
insegura. Traté de olvidar. Pasaban las horas, y cada vez me sentía peor:
angustiada, oprimida, asustada.
En la noche fuimos a la fiesta, y el miedo me empezó a
desesperar como si algo me fuera a suceder. Tenía el pecho apretado, me faltaba
el aire. Fue terrible, porque no tenía ningún motivo personal para sentirme
así”.
* * *
“La depresión me comenzó a los
cuarenta años. Entonces diagnosticaron que se trataba de cansancio mental,
pero más tarde rectificaron ese diagnóstico. Las crisis me vienen
aproximadamente cada cuatro meses.
Es imposible expresar lo que se
siente. Para que alguien lo entendiera, tendría que experimentarlo en su
propia carne. Se acaba la felicidad, aun del deber cumplido. Se piensa que uno
es un estorbo para todos, pues el vigor de la actividad se anula. En la mañana,
al despertar, siento gran pavor de pensar que tengo que vivir un día más; no
tengo ilusión para nada.
El quehacer, desde el arreglarse y
arreglar la habitación, es como una montaña que pesa enormemente. Todo esto
resulta dificilísimo, trabajoso, aunque no sea más que coger una escoba para
barrer”.
* * *
“Una tristeza sin límites. Me digo:
¿cómo haré hoy la clase? No puedo dominar a los niños como antes. No sé cómo
comenzar la clase, pues toda capacidad de iniciativa, tan necesaria para
enseñar, desaparece. Y los niños, como si lo adivinaran, se aprovechan.
Voy al recreo con las profesoras,
sin desearlo, y no tengo nada de que hablar. Permanezco en silencio. Contesto
con monosílabos. Y en medio de todas mis compañeras me siento sola,
infinitamente sola.
El afecto, aun por los seres
queridos, desapareció. Me siento un ser raro que no se comunica, pues no merece
la palabra de nadie. En realidad, no merecía nada, nada. Si no me saludaban, no
me ofendía, porque pensaba: no merezco que me saluden.
A las personas
que me rodeaban las sentía como bultos. Entre tanto, iba al médico: un alivio
de días y nada más. También me asalta la convicción de que no merezco el
cariño de los demás. Si una compañera me pide un favor, eso me parece una gran
consideración, y la atiendo muy bien. Me siento un peso para la familia;
estarían mejor sin mí.
En la sala de
conferencias buscaba ser la última y en el rincón más alejado. En tal
situación, me imagino que todos leen mi estado interior, y, por lo tanto, no me
desean cerca; y vivo esto como una realidad, y digo: no me quieren, ¿cómo me
soportan?
Llamé a la
muerte muchas veces. La doctora, creyendo que se trataba de cansancio, me
sugirió cambiar de actividad. Lo hice. Pero nada. Todo igual. Yo me consumía
sola. Sólo quería morir, y no se podía.
La doctora me
dijo un día: ‘que no me vengan a mí esas pruebas’.
Cada tres o
cuatro meses había mejoría; y entonces, sí, era la persona más feliz del
mundo...”
* * *
“Miedo y
deseo de morir. Desaparecer. Preocupación. Tristeza. Tengo aquí dentro un mal
que me ha robado toda la vitalidad.
Parece que la
gente se da cuenta; intento disimular, pero no lo consigo”.
* * *
Tiene veinticuatro años,
casada, sin hijos. Habitualmente alegre, una mañana siente que la melancolía
se apodera de ella. Abatida en la cama, no puede asumir las tareas hogareñas.
Desganada, una oprimente
tristeza hizo que ni se aseara ni desayunara ese día. Al atardecer, sintiéndose
menos débil, comienza a preparar la cena a su marido. Con el pretexto de estar
fatigada, se acuesta temprano esa noche.
Despierta hacia las cinco de la
mañana, e inmediatamente vuelve a sumergirse en el desfile de ideas negras,
con remordimientos por comportamientos pasados, con una sensación aguda de
incapacidad. ‘¿Para qué vivir?”, se pregunta, recordando el intento de suicidio
que le condujo al hospital dos años atrás. A las siete de la mañana sigue
postrada con la mirada fija, casi paralizada. El médico confirma el
diagnóstico: recaída en la depresión.
* * *
Tiene veintisiete años. Trabaja como
secretaria, con buena remuneración, en un gran establecimiento comercial.
Tiene excelente entendimiento con su
marido y no tiene ningún problema con sus dos hijos. Todo es (era) bienestar y
armonía.
Pero desde algún tiempo atrás viene
arrastrando una fatiga sin motivo y un tedio insuperable. Duerme poco y mal.
Descuida totalmente el reglamento personal, no se maquilla. Lo peor: no se
interesa nada por sus hijos. Y sintiéndose completamente inútil para todo, un
buen día acabó diciéndole a su marido: “sería mejor que yo desapareciera”.
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