Me dirás: si yo sufro de dispersión u obsesión, me las
arreglaré para superarlas mediante un ejercicio intensivo de relajación y
concentración. Pero si el fuego me viene del otro, ¿qué se puede hacer? ¿Quién
puede penetrar en el santuario de la libertad del otro? ¿Quién puede abstraerse
por completo de la presencia humana y refugiarse en el corazón de la soledad,
en el desierto, como un anacoreta? En suma, ¿habrá alguna forma de mitigar o
anular los inevitables impactos que nos vienen del otro?
Sí la
hay: es el deporte del amor. Pero, antes de entrar a explicarlo, aconsejaría al
lector ir adquiriendo, por sí mismo, una sabiduría personal y experimental en
base a unas cuantas líneas fuertes de este libro: despertar, relativizar,
desasirse, controlarse... Asimismo, me permitiría sugerirle tener presentes
unos cuantos apartados de mi libro “Sube conmigo”: respetarse, adaptarse,
comprenderse, aceptarse, acogerse, comunicarse...
* * *
El arte que vengo a enseñarte es
difícil, casi utópico, pero de milagrosos efectos liberadores. Son muchos los
que lo practican; así que es factible. Es un arte eminentemente cristiano,
pero no exclusivamente. Cuando uno se siente amado por Dios como hijo único,
ese arte de amar no sólo es fácil, sino casi inevitable. Pero también pueden
practicarlo los que no tienen experiencia de fe; y, de todas formas, aquí lo
recomendamos a título de terapia liberadora.
Se
trata de dedicarse a amar precisamente a aquellos de quienes has recibido
desilusión o te han traicionado.
Cada vez que recibas un impacto
negativo, concéntrate, tranquilízate y dedícate a amar a esa persona, asentir
amor por ella; a transmitirle ondas amatorias, a envolverlo, mental y
cordialmente, en ternura y cariño. Fulano te ha insultado. No importa. Retírate
y dedícate al deporte de amarlo: piensa en él, transmítele ondas de cariño y
benevolencia. Amalo inmensamente, incansablemente.
Te han retirado la palabra, acabas
de enterarte de una traición. No importa. Retírate, concéntrate en ellos y
envíales fuego de amor, ámalos incondicionalmente, ciegamente; sin hacer caso
del amor herido, envuélvelos en dulzura, bondad, suavidad. Ni siquiera tienes
que dedicarte a perdonarlos, sino a amarlos. Envíales tu corazón y tus entrañas,
traspasados de ternura por ellos.
En fin, cada vez que alguien te
haga sufrir, retírate al silencio de tu cuarto, y, en lugar de enviarle ondas
agresivas (que sólo a ti te dañan), ínúndalo de dulzura mentalmente, llénalo de
cariño, ámalo incansablemente.
* * *
Esto
parece, me dirás, una locura incomprensible.
Así
será. Pero yo estoy en condiciones de afirmar que no hay en el mundo terapia
tan liberadora como ésta. Es la más sublime libertad; es, justamente, la
Perfecta Alegría.
Y es, por otra parte, el Gran
Mandamiento del Señor, pero que yo, en este momento, lo recomiendo como la
manera más eficaz de liberarse del sufrimiento que proviene del otro.
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