Una cosa es la
persona y otra cosa el yo. Voy a extractar y estampar aquí algunas ideas de mi
libro Sube conmigo (cf IGNACIO LARRAÑAGA, Sube conmigo. Para los que viven en
común, Paulinas, Madrid 198413, 82-88).
La persona es una realidad conjunta
y un conjunto de realidades. La persona tiene una constitución fisiológica, una
capacidad intelectual, una estructura temperamental, equipo instintivo... Todo
ese conjunto está presidido y compenetrado por una conciencia que, como dueña,
integra todas esas portes. Todo ese conjunto integrado es tal individuo.
Ahora bien: esa conciencia
proyecta para sí misma una imagen de toda la persona. Naturalmente, una cosa es
lo que la persona es, y a eso lo llamamos realidad, y otra cosa la imagen que
yo me formo de esa realidad. Si la realidad y la imagen se identifican, estamos
en la sabiduría u objetividad.
Pero, normalmente, sucede lo
siguiente: la conciencia comienza a distanciarse de la apreciación objetiva de
sí mismo en un doble juego: primero, no acepta, sino que rechaza su realidad;
en segundo lugar, le nace el complejo de omnipotencia: desea y sueña con una
imagen “omnipotente”, por decirlo así. Del desear ser así pasa insensiblemente
al imaginar ser así: una imagen ilusoria e inflada, que en la presente
reflexión llamamos “yo”.
Después se pasa a confundir e
identificar lo que soy con lo que quisiera ser (o imagino ser). Y en el proceso
general de falsificación, en este momento, el hombre se adhiere emocionalmente,
y a veces morbosamente, a esa imagen aureolada e ilusoria de sí mismo, en una
completa simbiosis mental entre la persona y la imagen.
Como se ve, aquí no estamos hablando
del verdadero yo, que es la conciencia objetiva de mi propia identidad, sino
de su falsificación o apariencia, que es la que, normalmente, prevalece en el
ser humano. Y por eso lo ponemos entre comillas (“yo”).
* * *
En definitiva, el “yo” es, pues, una
ilusión. Es una red concéntrica tejida de deseos, temores, ansiedades y
obsesiones. Es un centro imaginario al que acoplamos y atribuimos, agregamos y
referimos todas las vivencias, sean sensaciones o impresiones, recuerdos o
proyectos.
El centro imaginario nace y crece y
se alimenta con los deseos y, a su vez, los engendra, tal como el aceite
alimenta la llama de la lámpara. Consumido el aceite, se apaga la llama;
anulado el “yo”, cesan los deseos, y, viceversa, apagados los deseos, se
extingue el “yo”. Es la liberación absoluta.
El
“yo” no existe como entidad estable, como sustancia permanente. Tiene mil
rostros, cambia como las nubes, sube y baja como las olas, es mudable como la
luna: por la mañana está de cara alegre; al mediodía, una sombra cubre sus
ojos; al atardecer, se le ve festivo; horas más tarde, una oscura preocupación
se insinúa en su entrecejo.
El “yo” consta de una serie de yoes
que se renuevan incesantemente y se suceden unos a otros. Es tan sólo un
proceso mental que está constantemente en curso de destrucción y construcción.
El “yo” no existe. Es una ilusión imaginaria. Es una ficción que nos seduce y
nos obliga a doblar las rodillas y extender los brazos para adherimos a ella
con todos los deseos. Es como quien se abraza a una sombra. No es esencia, sino
pasión, encendida por los deseos, temores y ansiedades. Es una mentira.
* * *
Y esa mentira es la madre fecunda de
todos los males.
Ejerce sobre las personas una
tiranía obsesiva. Están tristes porque sienten que su imagen perdió color. Día
y noche sueñan y se afanan por agregar un poco más de brillo a su figura.
Caminan de sobresalto en sobresalto, danzando alucinados en tomo a ese fuego
fatuo. Y en esa danza general, según el ritmo y el vaivén de ese fuego, los
recuerdos los amargan, las sombras los entristecen, las ansiedades los turban
y las inquietudes los punzan. Y así, el “yo” les roba la paz del corazón y la
alegría de vivir.
El “yo” es, además, un Caín
fratricida. Levanta murallas intransponibles entre hermanos y hermanos. Su
lema es: todo para mí, nada para ti. Ataca, hiere y mata a quien brilla más que
él. Detrás de todas las guerrillas fraternas ondea siempre la bandera e imagen
del “yo”. En un parto nocturno da incesantemente a luz los amargos frutos de
las envidias, las venganzas, rencillas y divisiones que asesinan el amor y
siembran por doquier la muerte.
El amor propio no quiere perdonar;
prefiere la satisfacción de la venganza: una locura, porque sólo él se quema.
A las gentes no les importa tanto el
tener como el aparecer: les interesa todo lo que pueda resaltar la yana mentira
de su figura social. Por eso se mueren por los vestidos, automóviles,
mansiones, relumbrantes fiestas de sociedad, el aparecer en la página social de
los grandes rotativos; por todo aquello, en fin, que sea apariencia. Es un
mundo artificial que gira y gira en torno de esa seductora y yana mariposa.
En suma, el “yo” es una loca
quimera, un fuego fatuo, etiqueta y ropaje, una vibración inútil que persigue
y obsesiona. Es un flujo continuo e impermanente de sensaciones e impresiones,
acopladas a un centro imaginario.
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