domingo, 16 de diciembre de 2012

Síntomas


Después de esta visión general, vamos a señalar unos cuantos sentimientos dominantes que, a modo de síntomas, ayuden a identificar la depresión.

            Tristeza. Se puede sentir tristeza por algo que suce­dió; pero en la depresión se trata de una tristeza vital, sin motivo alguno.
            Puede ser una tristeza pasiva. En ella subyace un sentimiento de impotencia y desaliento; y, cuando es muy profunda, el enfermo puede tener la sensación confusa de que el cuerpo entero participa de ese senti­miento, como si la tristeza emanara como una secreción—permítaseme la expresión— de los poros del cuerpo. Una tristeza, pues, “encarnada”.

    A muchos he oído utilizar esta misma expresión: “tristeza corporal”, como si estuviera consustanciada con el propio ser: la cabeza tiende a inclinarse, los bra­zos y las piernas “se caen" y todo el cuerpo pareciera desmoronarse hecho pedazos.
    Cabe también una tristeza activa. En ella palpita, aunque en forma latente, una reacción de protesta y lamento, sin que, no obstante, exista propiamente agre­sividad, sino más bien desesperanza, acompañada de resignación, que  es hija de la impotencia.

    Inhibición. Como si toda la energía vital hubiera sido convocada y seducida por la muerte, todas las manifestaciones vitales son arrastradas, como en un gran movi­miento de repliegue, hacia la inmovilidad y la inercia.
    Todo se paraliza: la capacidad de pensar, de recor­dar; todos los resortes de la expresión, todas las facultades de actuación. Es la muerte del sistema psico­motor.
    Hay una sensación general de aplanamiento, de des­ánimo, vacío de impulsos y sentimientos; muerte abso­luta de toda capacidad creativa. No hay deseo de em­prender nada.
    El enfermo se torna incapaz de vibrar con las ale­grías y de entristecerse con las tristezas. Todo le resulta indiferente.
    Mueren la alegría, el humor, el impulso sexual, las ganas, el hambre. El depresivo no hace plan alguno, no actúa, se sumerge en la pasividad. Su musculatura se hace fláccida, las funciones digestivas se realizan perezosamente, baja la presión arterial y desciende el ritmo cardíaco.
    Llorar ya es una catarsis, liberación parcial del su­frimiento. Pero el depresivo, por no tener ganas de nada, ni siquiera tiene ganas de llorar. A lo sumo, llora hacia adentro. Es la melancolía más desoladora, pro­funda e inefable.
Kierkegaard dice:
“Cuando se está angustiado (deprimido), el tiempo trans­curre lentamente. Cuando se está muy angustiado, aun el mismo instante se hace lento. Y cuando se está mortalmente angustiado, el tiempo acaba por detenerse.
Querer correr más deprisa que nunca, y no poder mover un pie. Querer comprar el instante mediante el sacrificio de todo lo demás, y saber que no se halla en venta”.

            Desesperanza. El deprimido se deja atrapar por los anillos de un misterioso remolino, trágico y temible: ni siquiera tiene ganas de salir de ahí.
            Como han muerto las facultades volitivas, llevado en los brazos de la inercia, el deprimido ni siquiera siente deseos de hacer algo para salir de ese estado. Ha habi­do personas que me han confiado que, debido a esa inercia letal, ni siquiera se movieron para atentar con­tra su vida.
            Una de las experiencias más desoladoras que me ha tocado vivir es ésta: la impotencia para consolarlos; no hay alivio posible para ellos. Poco o nada sirve el re­curso a la fe, los métodos de relajación, las consideraciones sobre la transitoriedad de la vida. No hay eco. No hay reacción ni respuesta alguna. Es como poner una inyección de vitaminas a un cadáver.
            Dios tenga piedad de estos enfermos y les conceda la gracia de tener paciencia, de esperar a que pase la tempestad.

* * *

            No hay persona que, sumergida en la noche de una crisis aguda y prolongada, no piense en el suicidio. Si no pasan a los hechos es a causa de los efectos letales que produce esta enfermedad. Pero, aun así, se sienten seducidos por aquella ventana, merodean por aquel acantilado, aquel rompeolas, el puente sobre el río, las vías del tren...
    Y si, finalmente, se ha consumado el deseo fatal, es debido al siguiente mecanismo: a veces, a la depresión se agrega el fenómeno de la obsesión. Ahora bien, si el contenido de esta obsesión es la idea fija de morir (y si la crisis es grave y larga), es difícil evitar un intento de suicidio.

* * *

            Y, para peor, los sujetos deprimidos suelen tener, por lo general, un aspecto saludable, no se advierte en ellos ningún síntoma de enfermedad. Todos sus órga­nos, uno por uno, están sanos. Los electros no señalan nada anormal. El médico dice: no tiene nada. Sus com­pañeros de trabajo y sus familiares abundan en suposiciones gratuitas: son caprichos, se hace el enfermo, es pura pereza, evasión...
            Y así llegamos al colmo del absurdo, que es el si­guiente: si la alteración depresiva hubiera sido motiva­da por un desastre en el que murió su ser más querido, todos le comprenden y le compadecen, y él se com­prende también a sí mismo; tiene motivo más que sufi­ciente para sentirse deshecho.
            Pero cuando la depresión es endógena, y llega la cri­sis; y sin motivo alguno ni razón de ser le invaden y se apoderan de él la tristeza, el amargor, el desamparo, la desolación, la desesperanza y, en suma, una agonía de muerte; y, para colmo de desdichas, silos familiares y amigos lo hostigan con incomprensiones e ironías..., es que ya estamos tocando el techo más alto del absur­do y del drama humano. ¿Cabe peor “infierno”?

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