miércoles, 19 de diciembre de 2012

Hacia la esperanza


La depresión, felizmente, se sana. Son suficientes unas pocas semanas para que el 70 por 100 de los deprimidos sanen. Un 30 por 100 necesitan tratamientos más complejos y prolongados. También existen casos en que los pacientes se reponen, pero no se curan.
            Los tratamientos antidepresivos son cada vez más rápidos y eficaces. Una de las áreas en la que más se investiga y en la que más avances se van logrando es precisamente en la psicofarmacología. A ritmo acelera­do se están descubriendo nuevos psicofármacos, cada vez más eficaces, para aliviar y sanar los estados depresivos. No hay Congreso de Neuropsicología en el que no se presente un nuevo fármaco antidepresivo, cada vez más poderoso. De la misma manera van mejorando rápidamente las pautas terapéuticas.
            Podemos decir que la depresión está acorralada y he­rida de muerte.

            Familia. Entendemos aquí por familia el grupo hu­mano en el que se desenvuelve la vida del paciente depresivo. Puede ser el hogar, la comunidad religiosa u otra, el lugar de trabajo.
            No se necesita tener vista de lince para darse cuenta del siguiente hecho: el ambiente familiar se contagia de los síntomas del paciente, y también se deprime. A ve­ces, la familia sufre tanto como el mismo paciente: hay un aire de tristeza y desaliento en ese grupo humano. Y si la víctima de la depresión, en el hogar, es la madre—lo que sucede con frecuencia—, es la peor desgracia que puede caer sobre los hijos, sobre todo si son pe­queños.
            Es evidente que quienes rodean al paciente pueden influir decisivamente, para bien o para mal, sobre el curso de la crisis depresiva. Para que la influencia sea positiva, entregamos aquí algunas orientaciones.

* * *

    En primer lugar, teniendo presentes las manifesta­ciones y síntomas depresivos que hemos entregado en las páginas anteriores, los familiares pueden vislumbrar si el mal que aqueja al familiar es depresión. Si hay sospechas de ello —y, sobre todo, cuando sus manifes­taciones son realmente serias—, deben conducirlo al médico, y a ser posible, al especialista.
            Digo conducirlo porque, según las estadísticas, el de­primido casi nunca va espontáneamente al doctor.
            En segundo lugar, los familiares deben cuidar de que el paciente lleve a cabo la medicación con puntualidad y constancia. Siempre existe el peligro de que cuando el paciente se sienta espléndidamente bien, lo que sucede, por ejemplo, en las fases maníacas de las depresiones ciclotímicas, abandone la medicación. Por lo demás, no deben olvidar los familiares lo siguiente: además de la medicación, los especialistas suelen dar otras pautas curativas; pero el paciente depresivo, como ya hemos explicado, se siente frecuentemente como paralizado, incapaz de tomar decisiones y de actuar. Casi es un inválido, sobre todo en las crisis profundas.

            En tercer lugar, deben demostrarle mucho afecto, más que nunca. Y, sobre todo, deben tener con él una enorme comprensión y una infinita paciencia. Todo cuan­to pueda decirse al respecto, cualquier insistencia en este sentido, todo será poco.
            También se aconseja a los familiares no dejar al al­cance del paciente los sedantes, sobre todo si éstos son poderosos. Y esto por razones obvias. En las crisis agu­das, el depresivo es menos que un niño.

            El paciente. En primer lugar, debes identificar el mal. Pueden darse dos clases de crisis depresivas: leve y grave. Veamos la primera.
            Efectivamente, hay depresiones que son benignas, transitorias, exógenas, esto es, que han sido provocadas por “las cosas de la vida”: disgustos, cansancios, secue­las de enfermedades y, finalmente, un no sé qué que puede ser tanto un factor desconocido como una acu­mulación de circunstancias.
    En este caso, aunque el mal sea pasajero, no deja de tener efectos semejantes a una depresión grave, aunque no en intensidad.
            No te dejes atrapar por la angustia: todo pasará. Cuando sientas nubes negras sobre tu alma, defién­dete contra ellas. No debes “echarte a morir”, no te dejes llevar. Al contrario, debes reaccionar dinámica-mente, sacando energías y entusiasmos de la misma de­bilidad. Tu interior está lleno de energías, pero ellas están dormidas. Debes despertarlas y ponerlas en pie. Debes luchar resueltamente contra la tendencia prima­ria de la depresión a la inhibición.
            Debes echar mano de técnicas de autosugestión: al despertar, dirás: “hoy será un día maravilloso”. Saldrás a pasear, y sonreirás a la naturaleza, diciendo: todo es hermoso; mi vida es hermosa; gozaré de una inmensa felicidad; yo venceré la enfermedad; ya estoy bien; soy feliz.
            Convéncete:  te salvarás de la melancolía. Y otra cosa: sólo tú puedes salvarte. Dí a tu alma: yo quiero vencer, y venceré. No te olvides de que puedes mucho más de lo que imaginas.
            En este libro encontrarás varios capítulos que te ayu­darán expresamente a superar esa crisis. Búscalos tú mismo.

* * *

            Otra cosa es cuando la depresión es hereditaria, te viene de dentro, tiene hundidas sus raíces en la estructura celular genética y, por añadidura, presenta sín­tomas graves. Para saber si tu mal es de este género, observa un poco a tus familiares más próximos; si descubres en alguno de ellos síntomas depresivos, es probable que tu mal sea congénito.
            Aún en el supuesto de que sea endógeno, no te olvi­des de que las depresiones pueden ser de dos clases: las normales, de una sola fase, la depresiva; y las ciclotími­cas, de dos fases, maníaco-depresivas, es decir, exalta­ción y depresión.
            ¿Cómo ayudarte a ti mismo? Debes distinguir dos momentos: cuando estás en plena crisis y cuando estás normal.
            Cuando te encuentres en plena noche oscura, procu­ra lo siguiente: ten paciencia; recuérdate a ti mismo que todo pasará; no descuides la medicación; no hagas nada contra la vida; recuéstate, impotente, en los bra­zos de Dios, y descansa. Y espera, porque mañana será mejor.
            Cuando estés normal, vete zurciendo un tejido men­tal con los criterios de fe que encontrarás en la segunda parte de este libro. Pero si tu fe es débil o no existe, unas cuantas consideraciones doctrinales de esta pri­mera parte te ayudarán a asumir con paz y serenidad el misterio de tu vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario