lunes, 17 de diciembre de 2012

Algunos testimonios


“Un viernes de agosto amanecí rara. Pero no tenía ninguna razón para sentirme incómoda, insegura. Tra­té de olvidar. Pasaban las horas, y cada vez me sentía peor: angustiada, oprimida, asustada.
En la noche fuimos a la fiesta, y el miedo me empezó a desesperar como si algo me fuera a suceder. Tenía el pecho apretado, me faltaba el aire. Fue terrible, porque no tenía ningún motivo personal para sentirme así”.

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            “La depresión me comenzó a los cuarenta años. En­tonces diagnosticaron que se trataba de cansancio mental, pero más tarde rectificaron ese diagnóstico. Las crisis me vienen aproximadamente cada cuatro meses.
            Es imposible expresar lo que se siente. Para que al­guien lo entendiera, tendría que experimentarlo en su propia carne. Se acaba la felicidad, aun del deber cum­plido. Se piensa que uno es un estorbo para todos, pues el vigor de la actividad se anula. En la mañana, al despertar, siento gran pavor de pensar que tengo que vivir un día más; no tengo ilusión para nada.
            El quehacer, desde el arreglarse y arreglar la habita­ción, es como una montaña que pesa enormemente. Todo esto resulta dificilísimo, trabajoso, aunque no sea más que coger una escoba para barrer”.

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            “Una tristeza sin límites. Me digo: ¿cómo haré hoy la clase? No puedo dominar a los niños como antes. No sé cómo comenzar la clase, pues toda capacidad de ini­ciativa, tan necesaria para enseñar, desaparece. Y los niños, como si lo adivinaran, se aprovechan.
            Voy al recreo con las profesoras, sin desearlo, y no tengo nada de que hablar. Permanezco en silencio. Contesto con monosílabos. Y en medio de todas mis compañeras me siento sola, infinitamente sola.
            El afecto, aun por los seres queridos, desapareció. Me siento un ser raro que no se comunica, pues no merece la palabra de nadie. En realidad, no merecía nada, nada. Si no me saludaban, no me ofendía, por­que pensaba: no merezco que me saluden.
    A las personas que me rodeaban las sentía como bul­tos. Entre tanto, iba al médico: un alivio de días y nada más. También me asalta la convicción de que no me­rezco el cariño de los demás. Si una compañera me pide un favor, eso me parece una gran consideración, y la atiendo muy bien. Me siento un peso para la familia; estarían mejor sin mí.
    En la sala de conferencias buscaba ser la última y en el rincón más alejado. En tal situación, me imagino que todos leen mi estado interior, y, por lo tanto, no me desean cerca; y vivo esto como una realidad, y digo: no me quieren, ¿cómo me soportan?
    Llamé a la muerte muchas veces. La doctora, cre­yendo que se trataba de cansancio, me sugirió cambiar de actividad. Lo hice. Pero nada. Todo igual. Yo me consumía sola. Sólo quería morir, y no se podía.
    La doctora me dijo un día: ‘que no me vengan a mí esas pruebas’.
    Cada tres o cuatro meses había mejoría; y entonces, sí, era la persona más feliz del mundo...”

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    “Miedo y deseo de morir. Desaparecer. Preocupa­ción. Tristeza. Tengo aquí dentro un mal que me ha robado toda la vitalidad.
    Parece que la gente se da cuenta; intento disimular, pero no lo consigo”.

* * *

    Tiene veinticuatro años, casada, sin hijos. Habitual­mente alegre, una mañana siente que la melancolía se apodera de ella. Abatida en la cama, no puede asumir las tareas hogareñas.
    Desganada, una oprimente tristeza hizo que ni se aseara ni desayunara ese día. Al atardecer, sintiéndose menos débil, comienza a preparar la cena a su marido. Con el pretexto de estar fatigada, se acuesta temprano esa noche.
            Despierta hacia las cinco de la mañana, e inmediata­mente vuelve a sumergirse en el desfile de ideas negras, con remordimientos por comportamientos pasados, con una sensación aguda de incapacidad. ‘¿Para qué vivir?”, se pregunta, recordando el intento de suicidio que le condujo al hospital dos años atrás. A las siete de la mañana sigue postrada con la mirada fija, casi parali­zada. El médico confirma el diagnóstico: recaída en la depresión.

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            Tiene veintisiete años. Trabaja como secretaria, con buena remuneración, en un gran establecimiento comercial.
            Tiene excelente entendimiento con su marido y no tiene ningún problema con sus dos hijos. Todo es (era) bienestar y armonía.
            Pero desde algún tiempo atrás viene arrastrando una fatiga sin motivo y un tedio insuperable. Duerme poco y mal. Descuida totalmente el reglamento personal, no se maquilla. Lo peor: no se interesa nada por sus hijos. Y sintiéndose completamente inútil para todo, un buen día acabó diciéndole a su marido: “sería mejor que yo desapareciera”.

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