“¿Qué
significan mis sufrimientos, para qué sirven?” He aquí la gran pregunta,
formulada por Job, caído en el pozo profundo. Es la pregunta —grito, lamentación—
más inmemorial del viejo corazón humano.
Al retroceder por los senderos de la
historia y asomarnos a las civilizaciones que casi se pierden en la edad de
piedra, constatamos que la primera inquietud que agitó al corazón humano fue
esa pregunta. Los sumerios, primero, y después los asirios, los egipcios y los
caldeos, implicaron y personificaron a las divinidades en el conflicto eterno
entre el bien y el mal.
No hay hombre, hoy día, que, metido
entre las llamas del sufrimiento, no se haga, explícita o confusamente, y con
carácter de rebeldía, esta misma pregunta: ¿para qué?
El drama no está en sufrir, sino en
sufrir inútilmente. Una doble finalidad puede dar a la persona que sufre tal
gratificación que el dolor pierda, parcial o completamente, su garra y
estigma, inclusive hasta transformarse en fuente de satisfacción y alegría.
Es el caso de la madre. La mujer, dice el
Señor, al dar a luz sufre apreturas, a veces hasta el espasmo; pero sabe que es
el precio de una vida. Y al tener al hijo en sus brazos, el dolor se le
transforma en una inmensa alegría. Las ciencias humanas agregan, incluso, que
cuanto más angustioso haya sido el trance de dar a luz, tanto más amado será el
fruto de ese dolor.
Muy distinto es el caso del soldado
herido en una guerra absurda; el soldado, abandonado, va desangrándose
lentamente, mientras la tierra va absorbiendo en silencio esa sangre,
inútilmente. ¿Cabe imaginar escena más dramática?
El problema, pues, está en sufrir
sin sentido. Y este sin sentido cuece y levanta las rebeldías, a veces hasta
las alturas de la exasperación; y hay gentes que se cierran a cal y canto, y
reaccionan ciegamente en medio de un resentimiento total y estéril en que
acaban por quemarse por completo.
* * *
Todo lo que hemos tratado en este
libro hasta aquí se resume en esta pregunta: ¿qué hacemos con el dolor? Y hemos
respondido: eliminarlo.
Las ciencias del hombre también han
buscado siempre, comenzando por la medicina, el mismo objetivo. Más todavía,
incluso las ciencias abstractas, al menos en sus aplicaciones, organizan proyectos
y programas para, alejar o neutralizar ese convidado de piedra que nunca falta
en el banquete de la vida, el sufrimiento.
Nosotros también, en las páginas que
anteceden, hemos buceado en las aguas hondas del mar humano; y después de
pulsar las cuerdas más sensibles y de poner el dedo en las llagas más vivas,
hemos detectado los manantiales profundos de donde brota el agua salada del
sufrimiento humano. Y durante el recorrido hemos ido depositando en las manos
del lector recetas y “yerbas medicinales” con las cuales, y por si mismo, pueda
amagar, amortiguar o acabar con todo y cualquier sufrimiento.
Pero en este capítulo la pregunta es
otra: ¿para qué el dolor?; ¿de qué sirve?; ¿cuál es su sentido? Y la respuesta,
por cierto, será la receta más liberadora; eso si, a condición de tener y vivir
una sólida fe.
* * *
Entremos, pues, en el valle de la
fe. Todo cuanto expusimos y propusimos en las páginas anteriores, dado que nos
hemos movido en un nivel puramente humano, puede servir de orientación para los
que no tienen fe o la tienen débil, y, por cierto, también para los que la
tienen recia. Pero el horizonte que vamos a abrir será comprensible, y sobre
todo liberador, tan sólo para las personas que viven vigorosamente el don de la
fe.
La viga maestra que resume, sostiene
y da firmeza a cuanto vamos a exponer a continuación son las palabras de Pablo:
“Suplo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que
es la Iglesia”.
Y también las palabras de Juan Pablo
II: “Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado
también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo
la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual
todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo
ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente,
todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento
redentor de Cristo” (Salvifici doloris 19).
* * *
Hay
otros manantiales de dolor, es obvio, distintos de aquellos que hemos explorado
en nuestro excursus, como guerras, epidemias, opresión, hambre... Nosotros,
hasta ahora, hemos abordado tan sólo aquellos sufrimientos, digamos así
intra-personales, aquellas tribulaciones que el lector, por sí mismo, y con
las recetas indicadas, pueda atenuarlas y hasta suprimirlas.
Pero en el presente capítulo nos
abrimos, como Cristo, a la universalidad del dolor humano. Jesucristo,
efectivamente, con su muerte, asumió y se hizo solidario de toda la aflicción
humana; fue la suya una apertura planetaria.
Va a llegar la hora, y ya llegó, en
que el creyente, siguiendo los rumbos del Maestro, ya no se preocupará tan
sólo de sus pequeñas heridas, sino que extenderá sus alas para abrazar, acoger
y hacer suyas, en un movimiento solidario y universal, las llagas de la humanidad
doliente.
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