El sufrimiento del Siervo
nos hace pensar a veces en alguna enfermedad que hubiera asolado, triturado y deformado
su figura. Apareció
ante nosotros como una raíz raquítica. Alzamos la mirada, y, francamente, no se
le podía mirar: el mal había arado los perfiles de su figura. Era
de aquellos ante quienes uno instintivamente mira hacia otro lado o se cubre
el rostro, no queriéndose acordar más (Is 53,2-4).
También tenemos la impresión de que
el Siervo ha sido sometido a un juicio sumario, o mejor, a un simulacro de
proceso, y ejecutado. Lo ciñeron con el cinturón de la opresión y la
ignominia, y él bajó la cabeza y no abrió la boca. Era como un manso cordero
conducido al matadero; él no entendía nada, y ni siquiera se le escuchó una
queja. Cayeron como lobos sobre él, lo apresaron y lo condujeron al tribunal. Y
tras un juicio de comedia, lo arrojaron ignominiosamente al lugar de los
muertos. Y a nadie le importó nada, nadie se preocupó por él (Is 53,7-9).
El Cuarto Canto parece un drama
sacro, en el que actúan el narrador y el coro, es decir, el pueblo, que es
espectador y partícipe del drama. Y el pueblo, a la manera del coro griego,
descorre la cortina y nos descubre el misterio central del drama, que es el
siguiente.
El
sufrimiento del Siervo, a pesar de que, a primera vista, ha sido causado por
los hombres, en último término, el causante es el mismo Dios. Así
lo confiesa y proclama el pueblo, sobrecogido por la conmoción y el
arrepentimiento, mientras va comentando en voz baja: “El Señor cargó sobre él
todos nuestros crímenes” (53,6).
Dios ha querido, pues, el martirio
del Siervo. El Señor permite (¿conduce?) el desencadenamiento, aparentemente
fortuito, de los acontecimientos, que a simple vista estén manejados por los
hombres y a veces de manera inicua; pero más allá de la tramoya está el “plan
de Dios” (53,10), que “prospera” mediante el sufrimiento del Siervo,
sobrellevado por él con mansedumbre y paz.
Igual que el anuncio (y
denuncia) de la Palabra, también el sufrimiento es parte constitutiva, por
voluntad de Dios, de la misión salvífica y el destino del Siervo.
Hay en el Cuarto Canto otro aspecto,
hasta ahora inédito y sorpresivo, casi “revolucionario”, y digno de
destacarse; es el siguiente: dejando aparte la voluntad del Señor que conduce
el drama, el martirio del Siervo es consecuencia de los pecados ajenos.
Efectivamente, el Siervo es víctima dé “nuestras demasías”; ha sido triturado,
como uva en el lagar, “por nuestras apostasías”; el Señor mismo cargó sobre
sus hombros “todos nuestros crímenes”; fue asaeteado y herido de muerte por los
delitos de “su” pueblo (53,5.6.8). Fueron, pues, los excesos del pueblo los
causantes de su martirio.
Y con esta apreciación estamos ya en
el umbral de otro concepto que tiene frontera común con el anterior: el Siervo está sufriendo en vez de los demás.
El, por su
parte, es inocente y puro, como el lirio de los campos; no merece más que
benevolencia y predilección. Pero por el designio del Señor, el Siervo ha
ocupado el lugar de los pecadores y asumido el sufrimiento que, en justicia,
debería recaer sobre ellos. “Por sus suplicios, justificará mi Siervo a muchos,
y las culpas de ellos él las soportará” (53,11).
Y con
su martirio preserva a los otros del castigo que les correspondía. Como se ve,
en el fondo palpita todavía la correlación entre pecado y sufrimiento de los
amigos de Job.
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