lunes, 14 de enero de 2013

Impermanencia y transitoriedad - I


Son las leyes fundamentales del universo. Todo cambia, nada permanece. ¿Para qué angustiarse?
            En un accidente mortal perdiste al ser más querido de la tierra. Aquel día la luz se extinguió y las estrellas se apagaron. ¿Para qué seguir viviendo?, pensaste. Aquello era el abismo, el vacío, la nada. Pasaron los días, y en tu alma no amanecía. Pasaron los meses, y comenzaste a respirar. Pasó un año, y el recuerdo del ser querido comenzó a esfumarse. Después de tres años, todo desapareció: vacío, ausencia, pena, recuer­dos, todo se desvaneció. ¡Todo es tan relativo!
            Existe la ley de la insignificancia humana. Suponga­mos que tú eres una personalidad descollante. Existe la impresión de que eres insustituible en el ámbito fami­liar, en la organización sindical, en el mundo de la polí­tica. Y te llegó la hora de partir de este mundo. La gente repite la consabida frase: una pérdida irrepara­ble. A los pocos días o semanas, sin embargo, todos los vacíos que dejaste están cubiertos. Todo sigue funcio­nando como si nada hubiera sucedido. ¡Es tan relativo todo!
            En la ciudad en que tú vives, cincuenta años atrás había una generación de hombres y mujeres que su­frían, lloraban, reían, se amaban, se odiaban; delirios de felicidad, noches de angustia, éxtasis y agonía... Veinticinco años después, de toda aquella tremenda carga humana ya no quedaba absolutamente nada. Todo había sido sepultado en la cripta del silencio... Había en tu ciudad una nueva generación de hombres y mujeres que también se amaban, se casaban, se an­gustiaban; nuevamente lágrimas, risas, alegrías, odios... De todo aquello, ¿qué queda ahora? Absolutamente nada. Hoy en tu ciudad vive otra generación de hom­bres y mujeres (entre ellos, tú mismo) que se preocu­pan, luchan, se exaltan, se deprimen; miedo, euforia, noches de insomnio, intentos de suicidio... De todo esto, dentro de veinticinco años, y aun mucho menos,
no quedará más que el silencio, como si nada hubiera sucedido. ¡Todo es tan relativo!
            Si cuando estés angustiado y dominado por la im­presión de que en el mundo no hubiera otra cosa que tu disgusto, si en esos momentos pensaras un poco en la relatividad de todas las cosas, ¡qué vaso de alivio para tu corazón!

* * *

            Abres el periódico una mañana, y quedas abrumado por las cosas que han sucedido en tu propia ciudad o en otros lugares del mundo. Lo abres al día siguiente, y de nuevo te sientes estremecido por una serie de noti­cias sobre asesinatos y secuestros. Las noticias del día anterior ya no te impactan ni existen para ti. Al tercer día, la prensa da cuenta de nuevos horrores, que vuel­ven a impactarte profundamente. Las noticias de los dos días anteriores ya se esfumaron. Nadie se acuerda de ellas. Y así día tras día. Todo fluye, como las aguas de un río; que pasan y no vuelven.
            En síntesis, aquí no queda nada, porque todo pasa. Absolutizamos los acontecimientos de cada día, de cada instante; pero comprobamos una y otra vez que todo es tan relativo... ¿Qué sentido tiene sufrir hoy por algo que mañana ya no será? La gente sufre a causa de su miopía, o mejor aún, porque estén dormidos.
            Aplica esta reflexión a tu vida familiar, y verás que aquella terrible emergencia familiar del mes pasado ya pertenece a la historia; y el susto que hoy te domina, un mes después sólo será un recuerdo.
            Sentado frente al televisor, vibras o te deprimes por. los avatares políticos, los torneos atléticos, las marcas olímpicas, los nuevos campeones nacionales, mientras tus estados de ánimo suben y bajan como si en cada momento se jugara tu destino eterno. Pero no hay tal:  todo es tan efímero como el rocío de la mañana. Nada permanece, todo pasa. ¿Para qué angustiarse?
            Todo es inconsistente como una caña de bambú, tor­nadizo como la rosa de los vientos, pasajero como las aves, como las nubes. ¡Relativizar!, he ahí el secreto: reducirlo todo a su dimensión objetiva.

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