Lo que sucede en el mundo y a tu alrededor está
marcado con el signo de la transitoriedad. En la historia, todo aparece,
resplandece y desaparece. Nace y muere, viene y se va.
Estamos
en los últimos tramos del siglo xx, un siglo que arrastra consigo una carga de
sangre, fuego, destrucción, pasiones, ambiciones, lágrimas, gritos y muerte:
dos guerras apocalípticas, indescriptibles, junto con centenares de otros
conflictos y guerras, mortíferas como nunca; millones de muertos, millones de
mutilados, pueblos arrasados, ciudades incendiadas, reinos milenarios borrados
del mapa para siempre... Europa, otrora poderoso Continente, desangrada,
desorientada... probablemente, nunca se ha sufrido tanto. Este siglo, con su infinita carga vital
se hundirá pronto, y para siempre, en el abismo de lo que ya no existe.
Juntamente
con el siglo, se acaba también el milenio. ¡Dios mío, qué vibración sideral en
los últimos mil años! ¡Cuántos mundos que emergieron y se sumergieron! El
Imperio y el Pontificado, reinos innumerables; catedrales, universidades,
renacimiento, guerras religiosas, descubrimientos, continentes nuevos,
absolutismos, tiranías, democracias, artes y ciencias... El pulso del milenio
se detiene. Muy pronto, la noche lo cubrirá con su mortaja de silencio para
sumergirlo en lo profundo, el oscuro seno de lo que ya pasó, el océano de lo
impermanente y transitorio.
* * *
Las
ilusiones del “yo” y los sentidos exteriores nos ofrecen como real lo que en
realidad es ficticio.
Resuene, pues,
el toque de clarín, despierte el sentido y colóquese el hombre de pie para
emprender el éxodo. Es necesario salir; salir del error y de la tristeza: el error de creer que la apariencia es la
verdad, y de la tristeza que el hombre experimenta al palpar y comprobar que
lo que creía realidad no era sino una sombra vacía.
Hay
que tomar conciencia de la relatividad de los disgustos, y ahorrar energías
para tomar vuelo y elevarse por encima de las emergencias atemorizantes, e instalarse
en el fondo inmutable de la presencia de sí, del autocontrol y la serenidad; y,
desde esta posición, balancear el peso doloroso de la existencia, las
ligaduras del tiempo y el espacio, la amenaza de la muerte, los impactos que le
vienen al hombre desde lejos o desde cerca.
La
vida es movimiento y combate. Y
hay que combatir. El mundo se le ha dado al hombre para convertirlo en un
hogar feliz. Las armas para esta tarea son: pasión y paz. Pero estas fuerzas se le
invalidan al hombre en la guerra civil e inútil que le declara la angustia.
Para
que el hombre pueda disponer de la pasión y paz necesarias para levantar un
mundo de amor, sus entrañas deben estar libres de tensiones y bañadas de
serenidad.
Siempre
que el lector se sorprenda a sí mismo dominado por un acontecimiento que se le
va transformando en angustia, deténgase y ponga en funcionamiento este resorte
de oro: relativizar.
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