El escenario
está presidido por una efigie, ídolo de luz que seduce y cautiva, y que, el
mismo tiempo, es pólvora encendida que hace estallar rivalidades y enciende
las guerras. Sobre el ceñidor de su cintura se lee: Apariencia.
Y he aquí a la apariencia moviendo
los resortes invisibles y últimos del corazón humano. ¿Cómo llamarla
técnicamente? ¿El ‘yo” social? Podría ser. De todas maneras, ella es,
ciertamente, la hija primogénita y legítima de aquel “yo” (falso) del que
hablamos más arriba.
Es una diosa caprichosa que reclama
la devoción de los ofuscados mortales; y éstos se le rinden incondicionalmente,
e izan la bandera, y tocan la trompeta, y doblan sus rodillas. No existe
tiranía peor.
Y henos aquí con los valores
invertidos: en el trono del ser (verdad) se sienta la apariencia; y a la
apariencia la llaman verdad.
* * *
Las gentes sufren aflicciones sobre
aflicciones; no tanto por tener (mucho menos por ser), sino por aparecer, por exhibirse, transitando siembre por rutas
artificiales. Se mueren por vestir al último grito de la moda. No les interesa
tanto una casa confortable como una casa vistosa, enclavada en una zona
residencial, que luce bien, aunque tengan que vivir durante años agobiados de
deudas. Su única obsesión es quedar bien y causar buena impresión. He aquí la
fuente honda de preocupación y sufrimiento.
Es necesario despertar una y otra
vez, tomar conciencia de que están sufriendo por un fuego fatuo, liberarse de esas tiranías y dejarse conducir por
criterios de veracidad. Esta es la ruta de la liberación.
En la
actividad profesional, en el quehacer político, las gentes sufren por
encaramarse a las alturas. Se desprecia a la ancianidad y las gentes se someten
a cualquier sacrificio con tal de disimular el paso de los años; y se idolatra
la juventud, como si la juventud debiera ser eterna, olvidándose de que también
a los jóvenes se les acabará la primavera. Es un match de apariencias.
Para escalar puestos, tanto en las
cortes como en las curias, incentivan rivalidades, colocan zancadillas, establecen
sutiles juegos entre bastidores para desplazar a éste y, en su lugar, colocar
al otro. ¡ Cómo se sufre! Es la obsesión
invencible del poder y la gloria.
Por supuesto, es legítimo y sano el
deseo de triunfar y de sentirse realizado. Pero por triunfar casi nunca se
entiende el hecho de ser productivo y sentirse íntimamente gozoso, sino el
hecho de proyectar una figura social aclamada.
Y no se crea que todo esto es
privilegio exclusivo de los poderosos de la tierra. También entre los humildes
sucede otro tanto, aunque en tono menor. No hay sino observar las Juntas de
vecinos, las pequeñas comunidades, diversas agrupaciones de trabajadores, y se
verá qué pronto aparecen las rivalidades para ocupar cargos; y detrás de los
cargos ondea siempre el pendón de la efigie.
Los artificiales viven sin alegría.
El camino de la alegría pasa por el meridiano de la objetividad y veracidad.
El corazón humano tiende a ser con frecuencia, y connaturalmente, ficticio. Es
preciso renunciar a las locas quimeras, pisar tierra firme, soslayar inútiles
sufrimientos y buscar la liberación por la ruta de la verdad.
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