Como se puede
apreciar, aquí está brotando el árbol de la solidaridad, el tejido interno del
Cuerpo Místico, al que en la mente de Pablo le nacerán alas y adquirirá el
desarrollo completo. Es un árbol extraño, casi diríamos silvestre, y
enteramente desconocido en otras religiones.
Al
primer golpe de la sangre, el sentido común se revela y grita: es injusto; ¿por
qué he de pagar yo los desvíos de los demás? Es que, escondida entre los pliegues
más arcanos del corazón, palpita una vocación de solidaridad, instintiva y connatural,
para con la humanidad doliente y pecadora. Ampliaremos más adelante este
concepto.
Isaías fue el primero en entrar en
esa zona, uno de los rincones más misteriosos del corazón humano, y señalar la
función sustitutoria y solidaria del Señor a través de su martirio.
* * *
Pero hay mucho más. Las ideas siguen
avanzando audazmente, e internándose, paso a paso, en las planicies del Nuevo
Testamento.
Los sufrimientos del Siervo no sólo
son solidarios y sustitutivos, sino que son causa de salvación para los demás.
En el escenario del drama, el pueblo, siempre conmovido y reverente, y esta vez
agradecido también, proclama: “El castigo para nuestra salvación cayó sobre él,
y sus cicatrices nos curaron” (Is 53,10). Habría que estudiar el significado y
alcance de esta salvación; pero, en todo caso, el concepto está afirmado
nítidamente.
Misteriosamente, el Siervo no acaba
en la sepultura y en el olvido eterno, sino que hay una “resurrección”,
descrita por el profeta con alto vuelo poético. En otras palabras, los
sufrimientos han tenido también para el Siervo un significado y una eficacia
salvífica. El Señor miró con cariño y agrado a “su triturado” (53,10). Detrás
de su pasión y muerte se levantará para el Siervo una aurora en la que no habrá
ocaso. Mucho más: cual nuevo Abrahán, será el primer eslabón de una cadena de
generaciones (53,10).
Y habrá una rehabilitación pública y
solemne para el Siervo en el tribunal de la historia; y su trono se levantará
en la cumbre de los tronos elevados (52,13). Así como muchos quedaron
asombrados por la ruina y miseria del Siervo —estaba tan desfigurado que ni
parecía hombre—, más asombrados quedarán ahora cuando los reyes enmudezcan
ante él y vean cosas que nunca vieron y reconozcan hechos realmente inauditos
(52,14-15).
Y después de triunfar sobre los
demás reyes y de capturar el botín, se sentará el Siervo entre los senadores y
príncipes de la tierra para repartir los despojos y dictar sentencia.
Pero la rehabilitación alcanzará su
cumbre más alta cuando el Señor proclame a los cuatro vientos el significado de
la humillación de-su siervo: bajó, impotente y mudo, hasta el abismo de la
muerte, porque estaba expiando los pecados ajenos e intercediendo por los rebeldes
(53,12). La muerte es, para el Siervo, no sólo el tránsito hacia una vida
nueva, sino también hacia el éxito de su misión.
* * *
Esta panorámica, verdaderamente
fantástica, ofrece al cristiano que sufre numerosos rumbos, respuestas,
destellos de luz, pistas de orientación y, sobre todo, un sentido luminoso y
trascendente a su diario sufrir. En cierto sentido, podemos afirmar que el
dolor ha sido vencido o, al menos, ha perdido su más temible aguijón, el sin
sentido.
En muchos aspectos podrá el
cristiano doliente identificarse con el Siervo. Y no cabe duda de que este
abrazo identificante le abrirá nuevos horizontes y le proporcionará aliento y
consolación.
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