El Siervo
sufre, en primer lugar, a causa de su mensaje profético. Es un fardo pesado el
destino del profeta; la responsabilidad supera sus fuerzas. Dios le entrega las
palabras que le arden como brasas en sus huesos; no puede dejar de
proclamarlas, aun sabiendo que le van a acarrear la odiosidad, y que pronto va
a sentir a su costado la maquinaria de los poderosos, con intrigas, mentiras
y provocaciones.
Ya en el Primer Canto, cuando el
Señor hace la presentación de su Siervo, nos entrega los primeros brochazos de
su figura, características de personalidad que prefiguran al hombre nuevo del
Sermón del Monte. Con ello ya se nos está indicando claramente que los caracteres
de esta lucha serán muy diversos de los de cualquiera otra, social o política,
y no menos eficaces. “He puesto mi espíritu sobre él. Dictará la ley a las
naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. La
caña quebrada no la partirá, ni apagará la mecha mortecina. No desmayará ni se
quebrará hasta implantar el derecho sobre la tierra” (Is 50,4-7).
Pasaron ya muchos años en el fragor
del combate por la justicia y por los derechos de Yahvé y los del pueblo.
El Siervo evoca momentos dramáticos
en que no dejan de escucharse los ecos de las torturas, la música de los
azotes y otros apremios para silenciar la voz del profeta. Vemos, por otra
parte, cómo el Siervo combina y maneja admirablemente el binomio sagrado: contemplación
y lucha. “El Señor me ha abierto el oído, y yo no me resistí ni me hice atrás.
Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi
barba; no me cubrí el rostro ante los ultrajes y salivazos. El Señor me
ayudaba, por eso no sentía los ultrajes. Y por eso endurecí el rostro como
pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is 50,4-7).
* * *
Hombre
de arcilla, después de todo, y frágil como toda carne humana, el Siervo sucumbe
más de una vez ante la inutilidad y esterilidad de su lucha: los poderosos
parecen invencibles. El desaliento toma posesión de su alma, mientras contempla
a los ricos cada día más ricos, y a los pobres cada vez más humillados, a los
instalados cada vez más sólidos y prepotentes en sus sitiales, mientras los
marginados se pierden, cada vez más alejados, en el silencio y el olvido.
“Mientras yo pensaba: en vano me he fatigado; en viento y en nada he malgastado
mis fuerzas” (Is 49,4).
* * *
Es éste un momento peligroso para el profeta. Si no se
refugia en la soledad para estar con el Señor y así templar su ánimo, los
poderosos pronto acabarán por derribar a hachazos la fortaleza del profeta.
Tenemos que pensar en Elías perseguido (1 Re 18,10), en el abofeteado Miqueas
(1 Re 22,24), en el burlado Isaías (Is 28,7-13), en el ajusticiado Urias (Jer
26,20-23), en la multiforme pasión de Jeremías (Jer 19,1-20; 26; 28; 29;
34,1-7).
“Lo que más irrita a la policía es un cristiano
revolucionario que sigue rezando en serio. Y lo que más alegría le proporciona es que el cristiano revolucionario
deje de creer o, al menos, de rezar” (J.M.González Ruiz).
“Cuando un cristiano deja de rezar, su compromiso
no pasa de ser el compromiso de un luchador más en la línea de lo político. Y con ese tipo de luchadores, la
policía de los opresores ya sabe cómo se tiene que desenvolver; porque sus
armas y procedimientos son perfectamente controlables. Lo malo para las fuerzas
de opresión es cuando se las tienen que ver con un cristiano a fondo, con un
hombre de fe hasta el tuétano de su vida, con un contemplativo y con un
místico. Porque lo más seguro es que, en tal caso, la policía tenga la impresión
de que se enfrenta a un enemigo original y desconcertantemente distinto a
todos los demás. Es posible, incluso, que la policía tenga la impresión que
tuvieron los enemigos de Pablo y los mismos enemigos de Jesús.
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