La
marcha hacia la libertad
Muchos millones de años atrás,
durante el período jurásico, alcanzaron su pleno apogeo los gigantescos
brontosaurios que pesaban treinta toneladas y medían veinte metros. Estos
reptiles, de largo cuello y poderosa cola, probablemente se movían con
elegancia en las aguas, pero eran torpes en la tierra y consumían grandes
cantidades de energía para desplazar su peso colosal.
A juzgar por los fósiles
descubiertos en el Colorado, su fuerza bruta debió ser abrumadora, pero estaba
dirigida por un cerebro minúsculo, que pesaba medio kilo. La organización de
las señales que recibía ese cerebro y de los mensajes que debía transmitir para
mantener las funciones de la inmensa musculatura debía ocupar gran parte de sus
escasas neuronas, dejando un margen muy pequeño para las tareas “inteligentes”.
Y así, los brontosaurios pronto se extinguieron, debido, en gran parte, a la
limitación de sus facultades “mentales”. Su enorme fuerza física no bastó para
sobrevivir al cambio del ambiente.
* * *
Aunque
nuestro cerebro es muy superior al de los demás mamíferos y vertebrados, de
todas formas es muy limitado el control sobre nosotros mismos; y es temible que
fuerzas inmensas como las que hoy posee el hombre estén manipuladas por
cerebros subdesarrollados; subdesarrollados debido al poco control que el
hombre ejerce todavía sobre su mente.
Ya se dijo en la ONU: puesto que las
guerras se gestan en la mente humana, es ahí donde tendrá que iniciarse la
construcción de la paz. También se ha dicho últimamente: “El mayor problema
del hombre hoy día no es dominar el mundo físico, sino conocer su mente y
controlar su conducta” (Beach). De otra manera, las enormes fuerzas de que
dispone el hombre podrían arrastrarlo, casi inevitablemente, a su propia
destrucción.
Dicen los antropólogos, y en general
los paleontólogos, que en el último millón de años se ha dado casi un salto en
la planificación cerebral; es decir: en comparación con la evolución que
experimentaba la organización cerebral en el período de los prehomínidos y
antes, se ha producido una fantástica aceleración en el último millón de años
en lo que se refiere al desarrollo cerebral.
Según Ramón y Cajal, el conocimiento
de las bases físico-químicas de la memoria, de los sentimientos y de la razón
haría del hombre el dueño absoluto de la creación, y su obra más trascendental
sería la conquista de su propio cerebro. No deja de haber razón en esta
afirmación. No obstante, el estudio de las funciones cerebrales de ninguna
manera explica y agota la complejidad de las actividades mentales.
El camino que conduce a la libertad
y a la felicidad está erizado de obstáculos, como hemos visto en las páginas
anteriores; y no siempre el dominio de la estructura y funciones cerebrales
coincide con el progreso paralelo de la libertad.
Hay
que preguntarse si el hombre moderno es, o no es, víctima de la angustia y el
miedo en mayor o menor grado que el hombre sumerio, por ejemplo, o el mismísimo
hombre del Neardenthal. O si el profesor de Harvard está más cerca o más lejos
de la paz que, por ejemplo, el hombre africano de la tribu zulú.
Es verdad que la ciencia va
obteniendo progresos espectaculares: en un grupo de setenta personas que
sufrían angustia obsesiva, Grey Walter aplicó coagulaciones cuidadosamente
dosificadas, hechas por medio de electrodos implantados en los lóbulos
frontales, logrando la recuperación social de un 85 por 100.
No obstante, y hoy por hoy, la
marcha hacia la libertad no avanza paralela a la del conocimiento científico;
al contrario, esa marcha está constantemente torpedeada, según estamos
comprobando, por mil estímulos que le vienen al hombre no sólo desde fuera,
sino también desde sus mecanismos internos.
Cualquier
cosa que se haga para desbrozar estos obstáculos hace más expedita la marcha
hacia la libertad. Y es eso lo que pretendemos con estos ejercicios
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