Y ahora,
serenamente, cierra los ojos. Instálate todo tú en los ojos: son las estrellas
de tu firmamento. Quieto, deja caer los párpados, siéntelos pesados. Luego,
tranquilo y concentrado en tus ojos, suéltalos con cariño, aflójalos una y otra
vez, y cada vez más. Percíbelos pesados, como si estuvieras en un profundo
sueño.
Finalmente,
concéntrate en la nuca. Flexiona la cabeza, primero hacia adelante, lo más
adelante posible, sintiendo en este balanceo cómo se sueltan los músculos de
la nuca. Hecho todo con cierta energía, pero con tranquilidad. Luego gira la
cabeza de la derecha hacia la izquierda, y a la inversa, dejándola caer
suavemente, en esa rotación, lo más cerca de los hombros. Alterna, finalmente,
los movimientos laterales de la cabeza con los movimientos verticales. Siente
cómo se sueltan los músculos del cuello y de los hombros.
Y, para terminar, quédate quieto
largos minutos, imaginando tu ser como un mar en calma. Sería maravilloso que
ahora te sintieras dentro de ti mismo, pasivo, quieto, como dormido, por unos
minutos. Sería también estupendo que llegaras a sentir cómo las corrientes
nerviosas o sanguíneas cruzan tu cuerpo en diferentes direcciones.
Todo el ejercicio debe ser hecho
tranquilamente, sin prisas, entre treinta y cincuenta minutos.
Relajación mental. Es, con mucho, el
ejercicio más sedante. Está descrito al principio de este capítulo con el
título vacío mental.
El arte de sentir. Este ejercicio es
igualmente válido, tanto para la relajación como para la concentración. Ya
hemos explicado largamente el fenómeno de la dispersión mental: el individuo,
agredido por dentro y por fuera, acaba por disgregarse en medio de un desorden
interior. Se siente desbordado por los nervios, e, igual que en la
desintegración de un átomo, se produce en él una pérdida inútil de energías;
y, tarde o temprano, el hombre es visitado por la fatiga nerviosa.
Hay que detenerse; dejar de pensar;
dejar de inquietarse, y dedicarse al arte o deporte de sentir, simplemente
percibir, no pensar. Los pensamientos dividen al hombre, quien acaba por
sentirse desasosegado e infeliz al encontrarse incapaz de poner orden en su tumulto
interior.
El día en que te encuentres en ese estado, deja todo a un lado y reserva
un buen tiempo para dedicarte al deporte de sentir. Es una gimnasia psíquica que
te devolverá la serenidad y el dominio interior.
* * *
Coloca delante de tus ojos una
planta doméstica. Concéntrate en ella con calma y paz. Seguramente, ella te va
a evocar recuerdos y pensamientos. Nada de pensar; simplemente mirarla,
acariciarla con la mirada y sentirte acariciado por su verdor; mantenerte
abierto a la planta, entregado a la sensación de sentir con tus ojos el agrado
de su color, congratularte, teniendo la conciencia refleja de la sensación
verde. Y todo esto sin ninguna ansiedad, con naturalidad.
Ponte delante de un paisaje con la
misma actitud; recíbelo todo en tu interior, con agrado, con gratitud; el
silencio de una noche estrellada, el cielo azul, la variedad de las nubes, la
frescura matinal, el rumor de la brisa, la ondulación de las colinas, la
perspectiva de los horizontes, esa flor, aquella planta... Recíbelo todo parte
por parte, y no en tropel, en tu interior, con atención tranquila, pasiva, sin
prisa alguna, sin esfuerzo, sin pensar en nada, agradecido, feliz.
Ponte delante del mar; vacíate de
todo recuerdo, imagen y pensamiento, y en tus horizontes interiores, casi
infinitos, recibe el mar casi infinito: llénate de su inmensidad, siéntete
profundo como el mar, azul como el mar. Siéntete admirado, descansado, vacío y
lleno como el mar.
* * *
Luego,
cerrados los ojos, dedícate durante unos quince minutos a sentir todos los
ruidos del mundo, sin esfuerzo ni reflexión. Capta receptivamente todos los
ruidos, uno por uno, y suéltalos en seguida, sin que ninguno se te prenda: los
ruidos lejanos, los próximos, los suaves, los fuertes, la flauta del mirlo, los
gritos de los niños, los ladridos de los perros, el canto de los gallos, el
tictac del reloj... Sentirlo todo con el alma abierta, placenteramente,
tranquilamente, sin pensar quién emite el ruido, como un simple receptor.
Si los ruidos son estridentes o
desagradables, no los resistas, no te pongas a la defensiva; recíbelos cariñosamente,
ámalos, déjalos entrar y acógelos con un espíritu agradecido, y verás que son tus
amigos
Pasa después al tacto. Deslígate de
la vista y el oído, como si estuvieras ciego y sordo.
Comienza a palpar suavemente,
concentradamente, durante unos minutos, tus vestidos y otros objetos, sean
suaves, ásperos, fríos o tibios. No pienses de qué objeto se trata; simplemente
percibe la sensación. Hazlo concentrado, con agrado, sereno, vacío, receptivo,
con la mente silenciada.
Luego deslígate de todos los
restantes sentidos y dedícate a sentir los diferentes perfumes: de las
plantas, de la flor, de los diversos objetos, detenidamente.
Haz la misma cosa con el paladar;
por ejemplo, percibir el “sabor” del agua pura.
Todo esto tiene que hacerse sin
esfuerzo, sin crisparse.
Hemos conseguido, con estos
ejercicios, poner orden en el tumulto de la mente, controlar la actividad mental,
es decir, centrar la atención en las direcciones deseadas, y obtener alivio
para el sistema nervioso. En efecto, aunque tan sólo hayas conseguido un
pequeño resultado, verás cómo acabarás saboreando la plácida sensación de
descanso.
Has comenzado a salvarte a ti mismo.
Si avanzas pacientemente por esta ruta, se esfumarán las angustias y te
visitará la anhelada serenidad.
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