Pudo haber
nacido sobre la roca del Gólgota o sobre la cima de las Bienaventuranzas. Puso
miel donde había hiel, y tenía su cuerpo cubierto de rojas amapolas. Dobló la
mano a las fuerzas salvajes que siembran vientos de guerra, y encadenó el odio
a la argolla de la mansedumbre para siempre. Se fue por los mercados y plazas
recogiendo los gritos para tejer con ellos un himno de silencio. Fue grande en
la debilidad y abrió para la humanidad senderos inéditos de paz que nunca se
olvidarán.
Figura enigmática y cautivadora esta
del Siervo de Yahvé. Si no estuviéramos tan familiarizados con el Cuarto Canto
(Isaías, 53), se nos haría asombrosa y casi incomprensible, en el contexto del
Antiguo Testamento, esa figura del justo sufriente, portador de todas las
llagas humanas. Leyendo el relato de la Pasión, tenemos la impresión de que
estamos siguiendo, paso a paso, la narración del Cuarto Canto.
Existen interpretaciones en el
sentido de que el Siervo sería una personificación del Israel doliente,
cautivo en Babilonia. Según otros, el Siervo designaría al mismo profeta que
escribe, ex’iliado también, junto a los ríos de Babilonia.
Dejemos aparte tales
interpretaciones, y pregunté-monos por la misión del Siervo y por el sentido de
su sufrimiento, porque nos puede abrir perspectivas luminosas para el
cristiano que sufre.
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