Aquel día,
partiendo del lago, fue Jesús subiendo hacia el monte, rodeado de gente sin
prestigio, ex presidiarios, vagabundos, inválidos, mujeres de vida dudosa; en
suma, la resaca que deja a su paso el río de la vida. Se encumbró sobre un
altozano y soltó al viento el nuevo código de la felicidad.
Les
dijo a sus oyentes que los que nada tienen lo tendrían todo. Que los que con
lágrimas se acuestan serán visitados por la consolación. Que se están preparando
banquetes, hartura y regalías para los que ahora pasan hambre. Que deben
sentirse felices los que recibieron heridas por causa de la justicia, porque
esas heridas brillarán como estrellas. Que los que, piedra a piedra,
levantaron el edificio de la paz serán coronados con el título de hijos de
Dios. Que las lágrimas serán enjugadas y los lamentos se trocarán en danza y
júbilo. Que nadie debe tener miedo: cualquiera puede asesinar el cuerpo, pero
ni con la punta de lanza tocarán el alma, porque está asegurada en las manos
del Padre. ¡Alegría y albricias para quienes han sido enlodados por la
calumnia y la mentira!, porque la misma suerte corrieron los profetas; y,
además, les está reservada una recompensa que sobrepasa toda imaginación.
Una
ciudad de luz, levantada sobre la cumbre de la montaña, es visible desde todos
los ángulos de la comarca. Eso serán los discípulos en medio del mundo: una
montaña de luz. ¡Qué
insípida es la comida sin sal! Pero ellos serán la sal que condimentará el
banquete de la humanidad.
Una vez, un hombre, al internarse en
la montaña, se encontró con una mina de oro. Fue tanta su alegría que,
corriendo, volvió a su casa, vendió cuanto poseía y compró aquel terreno. Lo
mismo le sucedió a aquel mercader experto en piedras preciosas: al pasar por un
mercado, dio con una perla muy fina. Emocionado, regresó a su casa y vendió sus
pertenencias para comprarla. Así es el Reino.
El grano de mostaza es una simiente
realmente diminuta, apenas visible. La siembran, nace y se va levantando hasta
transformarse en el más tupido de los arbustos, donde las aves ponen
holgadamente sus nidos. Salió el sembrador, y arrojó un puñado de granos de
trigo en la tierra; llegado el verano, los encontró transformados en doradas
espigas. Así es la Palabra.
Felices los hijos que tienen una
madre solícita, pero mucho más los que escuchan la Palabra y la ponen en obra.
El Reino es un vino nuevo y ardiente, un fino tejido recién salido del telar.
Tienen motivos para estar felices y
alegres, porque hasta las serpientes y demonios se han sujetado a su voluntad.
Pero eso no es nada; hay otro motivo de alegría mucho mayor: sus nombres están
escritos en el corazón de mi Padre. ¡Enhorabuena!
* * *
El
Sermón de la Montaña podría sonar a ingenuidad, alienación y hasta a cierta
cruel ironía si lo sacamos de su contexto. Decir que son felices los indigentes,
los calumniados y los encadenados seria algo francamente inaudito, hasta el
sarcasmo, a no ser que haya un nuevo contexto que saque todos los valores de su
quicio. Y ese contexto existe, es el amor gratuito y eterno del Padre, que se
da de manera especial a los que nada tienen: ya que nada tienen, el cuidado amoroso
y preferente del Padre será su compensación, que les proporcionará una alegría
tal que nunca podrían alcanzar con todas las riquezas de la tierra. Este es el
contexto.
De
aquí parte precisamente la opción preferencial por los pobres.
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