sábado, 12 de enero de 2013

La tiranía de la imagen


El escenario está presidido por una efigie, ídolo de luz que seduce y cautiva, y que, el mismo tiempo, es pólvora encendida que hace estallar rivalidades y en­ciende las guerras. Sobre el ceñidor de su cintura se lee: Apariencia.
            Y he aquí a la apariencia moviendo los resortes invi­sibles y últimos del corazón humano. ¿Cómo llamarla técnicamente? ¿El ‘yo” social? Podría ser. De todas maneras, ella es, ciertamente, la hija primogénita y le­gítima de aquel “yo” (falso) del que hablamos más arriba.
            Es una diosa caprichosa que reclama la devoción de los ofuscados mortales; y éstos se le rinden incondicionalmente, e izan la bandera, y tocan la trompeta, y do­blan sus rodillas. No existe tiranía peor.
            Y henos aquí con los valores invertidos: en el trono del ser (verdad) se sienta la apariencia; y a la apariencia la llaman verdad.

* * *
            Las gentes sufren aflicciones sobre aflicciones; no tanto por tener (mucho menos por ser), sino por apare­cer, por exhibirse, transitando siembre por rutas artifi­ciales. Se mueren por vestir al último grito de la moda. No les interesa tanto una casa confortable como una casa vistosa, enclavada en una zona residencial, que luce bien, aunque tengan que vivir durante años agobia­dos de deudas. Su única obsesión es quedar bien y cau­sar buena impresión. He aquí la fuente honda de pre­ocupación y sufrimiento.
            Es necesario despertar una y otra vez, tomar con­ciencia de que están sufriendo por un fuego fatuo, libe­rarse de esas tiranías y dejarse conducir por criterios de veracidad. Esta es la ruta de la liberación.
            En la actividad profesional, en el quehacer político, las gentes sufren por encaramarse a las alturas. Se desprecia a la ancianidad y las gentes se someten a cual­quier sacrificio con tal de disimular el paso de los años; y se idolatra la juventud, como si la juventud debiera ser eterna, olvidándose de que también a los jóvenes se les acabará la primavera. Es un match de apariencias.
            Para escalar puestos, tanto en las cortes como en las curias, incentivan rivalidades, colocan zancadillas, esta­blecen sutiles juegos entre bastidores para desplazar a éste y, en su lugar, colocar al otro. ¡ Cómo se sufre!   Es la obsesión invencible del poder y la gloria.
            Por supuesto, es legítimo y sano el deseo de triunfar y de sentirse realizado. Pero por triunfar casi nunca se entiende el hecho de ser productivo y sentirse íntima­mente gozoso, sino el hecho de proyectar una figura social aclamada.
            Y no se crea que todo esto es privilegio exclusivo de los poderosos de la tierra. También entre los humildes sucede otro tanto, aunque en tono menor. No hay sino observar las Juntas de vecinos, las pequeñas comunida­des, diversas agrupaciones de trabajadores, y se verá qué pronto aparecen las rivalidades para ocupar cargos; y detrás de los cargos ondea siempre el pendón de la efigie.
            Los artificiales viven sin alegría. El camino de la ale­gría pasa por el meridiano de la objetividad y veraci­dad. El corazón humano tiende a ser con frecuencia, y connaturalmente, ficticio. Es preciso renunciar a las locas quimeras, pisar tierra firme, soslayar inútiles sufrimientos y buscar la liberación por la ruta de la verdad.

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