El bien y el
mal están siempre dentro del hombre. No proceden de afuera hacia adentro, sino
de adentro hacia afuera. Todo hombre es poseedor de una varita mágica, capaz de
transformar todo lo que toca en oro y bendición. Porque, si es verdad que en la
mente humana se fraguan los enemigos, también lo es que la mente del hombre es
el hontanar de todo bien y todo amor.
Todo lo que resistimos mentalmente lo
convertimos en enemigo. Si no me gustan estas manos, ellas son mis enemigas. Si
no me gusta esta nariz, estos dientes, este color, esta estatura..., se
convierten en mis enemigos, despiertan en mí los mismos sentimientos de repulsa
que un verdadero enemigo. Y así, te esfuerzas por no aparecer en público,
ocultas tus manos...; en suma, te tratas a ti mismo como si fueras enemigo de
ti mismo, humillándote, avergonzándote. Y avergonzarse de sí mismo es lo mismo
que autocastigarse.
Muy en lo hondo de todos estos
sentimientos palpitan un sinnúmero de fatuidades, actitudes narcisistas,
truncadas escalas de valores, megalomanías y otras mil hijas de la vanidad;
todo lo cual lo analizaremos más adelante. Por el momento, es suficiente con
que caigamos en la cuenta de cómo y dónde se forjan nuestros enemigos.
Si tu vecino te desagrada, lo
transformas en un enemigo. El problema no está en él, sino en ti. Y cuanto más
lo resistas, más lo sentirás como enemigo. La enemistad crece en la medida que
aumenta la repulsa de tu corazón.
Si no te gusta este día triste y
oscuro, este día es tu enemigo. Si te molesta la tos de quien está a tu lado,
la voz de un vecino, la manera de caminar de aquél, la mirada del otro, este
ruido, aquella temperatura, esta actitud, aquella reacción..., tu alma acaba
convirtiéndose en una ciudadela rodeada de enemigos por todas partes.
Y entonces millares de seres pueden
ir despertando en ti sentimientos hostiles, reacciones agresivas y airadas. Las
realidades, en tu entorno, son tal como son; y si tú las dejaras ser como son,
todas ellas serían tus amigas. Pero los dardos parten de tus propias almenas.
Y aquí comienza a vislumbrarse uno
de los grandes capítulos de salvación, que ofreceremos más adelante:
dejar que las cosas sean lo que son; contemplar y considerar como
buenas todas las cosas.
* * *
En toda reacción humana hay que
distinguir dos elementos: el agente exterior (estímulo) y el impacto. Un
agente exterior, estridente y violento, golpea en un mar de armonía, y no pasa
nada, no se produce herida alguna. Normalmente, el impacto es proporcional al
estímulo; pero la cuantía del impacto puede depender también del receptor.
Por ejemplo, los defectos
congénitos de personalidad aumentan en la medida en que aumenta el estado
nervioso de la persona. Un tipo rencoroso lo es mucho más cuando está
especialmente irritado. Un temperamento irascible se coloca al borde de la locura
cuando enfrenta una crisis de nervios. En los momentos de agudo nerviosismo,
una personalidad hipersensible es capaz de convenir las agujas en espadas.
El impacto depende, por
consiguiente, no sólo de una estructura determinada de personalidad, sino también
de los estados de ánimo.
Más aún, yo diría que el fenómeno de
las tensiones, disgustos, furias, depresiones... no depende tanto de los
agentes exteriores como de la debilidad o blandura del sujeto receptor. Porque,
en último término, los agentes exteriores estimulan o impactan en la medida de
la blandura de la materia receptora.
Ningún estímulo exterior, ni aun el
más violento, puede herir a quien se esfuerza por temperar su carácter,
transformar su corazón en un acogedor regazo, habituarse al autocontrol,
serenar su sistema nervioso, entrenarse en la concentración y la meditación,
avanzar, en fin, lenta pero firmemente hacia la tranquilidad mental y la paz.
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