El óvulo
femenino, de un octavo de milímetro, es la célula más grande del organismo,
mientras el espermatozoide —elemento masculino— es ochenta y ocho mil veces
menor que el óvulo, es decir, exactamente la célula más pequeña del organismo.
Pero, así y todo, ambos elementos contribuyen por igual a la información
genética, aportando cada uno su propio mensaje. Con otras palabras: entre ambos
organizan un plan general, al que responderán los rasgos fundamentales del
futuro individuo. Se trata, pues, de un proceso genéticamente codificado, el
código genético.
Ambas células (óvulo y
espermatozoide) tienen funciones diferentes. La función única del
espermatozoide es llegar al óvulo y entregar su programa para la organización
del nuevo individuo, mientras que el óvulo aporta los elementos nutritivos, a
modo de materia prima, para producir nuevas células para el futuro organismo.
El
espermatozoide que llega primero al óvulo con su mensaje es aceptado sin más,
mientras que los demás (¡y son millones!) son rechazados. De paso, hagamos
referencia a un pavoroso misterio: si cada uno de los millones de
espermatozoides tiene un programa original, como así es, en el mismo acto en
el que fui concebido yo pude haber resultado —de acuerdo con el espermatozoide
que hubiera llegado primero al óvulo— de millones de formas diferentes, hubiera
podido tener millones de personalidades diferentes, de la misma manera que los
hermanos son, a veces, tan diferentes entre sí, a pesar de tener los mismos
códigos paternos.
Los genes, sea individualmente, sea
a través de los enlaces moleculares producidos por la mutua interacción,
decidirán el carácter general del futuro individuo. Pero este programa, elaborado
en combinación con el espermatozoide y el óvulo, puede ser alterado, y, de
hecho, siempre lo es, por factores externos, como las radiaciones solares o
nucleares u otros “accidentes” a escala molecular, que pueden cambiar uno o
varios elementos del código genético.
Así pues, el programa original
genético puede tener variantes, y estas variantes pueden tornarse en factores
preponderantes, es decir, pueden ejercer una función primordial en la
organización del futuro individuo. De nuevo asoma a nuestros ojos el insondable
misterio: en el mismo momento en que fui concebido, yo pude haber tenido —a
causa de las combinaciones internas y las influencias externas— millones de
personalidades distintas de la que tengo.
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