El instinto
primario del corazón humano es agradar a todos. ¿Se consigue este deseo? Rara
vez.
Todos los hombres desean y se
esfuerzan por triunfar en los negocios, por ser felices en su matrimonio y su
vida familiar... Hacen verdaderas proezas por dar alcance a estos ideales. Pero
pasan los años y ¿cuántos son los que pueden cantar victoria? Muy pocos.
Para numerosas personas, la
vida, en sí misma, no es más que una decepción. Son muy pocos los que responden
que harían el mismo recorrido si se les diera la oportunidad de comenzar de
nuevo. Muchos han podido alcanzar éxitos parciales en objetivos secundarios,
pero sienten que no han acertado en lo fundamental, aunque se esfuerzan por
ocultarse a sí mismos esta decepción o por equilibrar la balanza con pequeñas
compensaciones y evasiones diversas.
Así pues, las desilusiones
derivan de las ilusiones, y las decepciones, de las ensoñaciones. La gente
comienza por encaramarse en el tejado de las ficciones, y así la caída no puede
menos de ser mortal. Comienza por ilusionarse, cerrando los ojos a la realidad,
acariciando fantasías desmedidas, y el despertar no puede menos de ser amargo,
y enorme la frustración. Esta es la razón por la que nos encontramos en cada
esquina con tanta gente decepcionada.
La vida del hombre sabio deberá
ser una eterna pascua, o un constante paso de los sueños a la realidad, de las
fantasías a la objetividad. El sabio sabe que no se puede ser completamente
feliz, completamente perfecto; que en la vida deberán alternarse triunfos y
fracasos, alegrías y penas. Por eso, el hombre sabio no se asusta ante las
emergencias imprevisibles. Y apenas sufre.
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