He aquí el
misterio del hombre: infinito en sueños y tan poca cosa en posibilidades.
Como
esas hendiduras abiertas en las pendientes de las montañas, así lleva el hombre
marcadas en sus raíces unas fronteras infranqueables: desea mucho y puede poco;
apunta alto y clava bajo; hace lo que no le gusta y no puede hacer lo que le
gustaría; intenta ser humilde y no puede; se esfuerza por agradar a todos y no
lo consigue; se propone metas concretas y, frecuentemente, se queda a medio
camino.
Brega por transponer sus propias
fronteras, suavizar los rasgos negativos de su personalidad; pero ciertos
condicionamientos, que le vienen desde los senos más profundos de su ser, se le
cruzan en el camino. Cuántas veces lucha por extirpar sus rencores, soslayar
sus envidias, calmar sus tensiones y proceder siempre con paciencia y
bondad...; pero no se sabe qué demonios interiores interceptan sus esfuerzos y
lo dejan maniatado.
Originalmente el hombre es
contingencia, precariedad, limitación e impotencia. He aquí el hontanar más
profundo del sufrimiento del hombre: sus propias fronteras.
* * *
Ya desde su primera infancia, el ser
humano se ciñe con el complejo de la omnipotencia: el niño vive la impresión de
que el mundo entero gira en torno a él; y, respirando vapores narcisistas,
mitifica cuanto le rodea:
sus padres tienen belleza y poder, su hogar es el más importante del
vecindario; y en medio de tanta maravilla, él, por supuesto, es una perla
preciosa.
En cuanto se asoma al balcón de la
vida, el niño comienza a despertar de aquel fantástico sueño, y comprueba que
sus padres no son tan maravillosos como se había imaginado, ni su familia tan
encumbrada, y que él tampoco es el eje del mundo.
Es un despertar amargo, ciertamente;
pero es también el primer paso hacia la “salvación”.
El gran desatino, el error
fundamental del hombre, consiste en querer permanecer encerrado, como en un
tibio seno materno, en el limbo de los sueños y las ficciones. Sin darse
cuenta, puede dedicarse a dar a luz ilusiones de omnipotencia y narcisismo
haciendo girar en sueños el mundo y su escena en torno a su eje. Son muchos los
que viven así.
Pero como la vida no es ensueño, la
dura realidad le obligará a despertar a cada instante; y así es como su
existencia puede transformarse en una cadena ininterrumpida de sobresaltos.
El primer capítulo de la sabiduría
aconseja al hombre mirar con los ojos abiertos la fría objetividad, permanecer
sereno y sin pestañear ante las asperezas de la realidad, aceptándola tal como
es: que somos esencialmente desvalidos; que es muy poco lo que podemos; que
nacimos para morir; que nuestra compañía es la soledad; que la libertad está
mortalmente herida; que es muy poco lo que podemos cambiar; que, con grandes
esfuerzos, vamos a obtener magros resultados...
Pero en lugar de mirar fríamente la
cosa y aceptarla serenamente, el hombre puede sentirse también tentado a
apartar la vista o esconder la cabeza bajo el ala, como el avestruz; a cubrirse
de falsos rostros y atavíos ajenos, o, simplemente, buscar vías derivadas y
salidas evasivas. ¡Vana ilusión! Tarde o temprano, las falsas seguridades se
las llevará el viento, los maquillajes se desteñirán bien pronto, y el hombre
se encontrará de nuevo desnudo y desvalido frente a la realidad fría y hostil.
Es inútil: no hay retirada posible. Hay que comenzar por enfrentar la cosa y
aceptarla sin turbarse.
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