Ante todo, es
necesario que el lector tome conciencia desde el primer momento de que siempre
que utilizo la palabra “salvarse” no estoy haciendo referencia a la salvación
cristiana; aquella que nos alcanzó Jesucristo, y que se consumará en la gloria
eterna. Por el contrario, entendemos aquí la salvación en su acepción más
popular y llana.
Por de pronto, no se trata de salvar: esto
es, una acción dinámica por la que alguien libra a otro de un peligro, como
cuando un salvavidas salva a un náufrago de una muerte segura. Hablamos de
salvarse: esfuerzo por el que uno mismo, con sus propios medios, se pone a
salvo evitando caer en un peligro o saliendo de una situación mortal.
Más concretamente, nos referimos a ciertas
iniciativas que cualquier persona puede utilizar, a modo de autoterapias, para
evitar o mitigar el sufrimiento. Hablamos, por ejemplo, de salvarse del miedo,
salvarse de la tristeza, salvarse de la angustia, salvarse del vacío de la
vida, salvarse del sufrimiento.., y salvarse a sí mismo.
* * *
No hay especialista que pueda salvarme con
sus análisis y recetas. La “salvación” es el arte de vivir, y el arte se
aprende viviendo, y nadie puede vivir por mí o en lugar de mí. No hay
profesional u orientador que sea capaz de infundir en el discípulo el coraje
suficiente como para lanzarse por la pendiente de la salvación; es el mismo
discípulo quien tiene que sacar desde su fondo ancestral las energías
elementales para atreverse a afrontar el misterio de la vida con todos sus
desafíos, reclamos y amenazas.
Es uno mismo quien puede y debe
salvarse a sí mismo, para adquirir de esta manera la tranquilidad de la mente
y el gozo de vivir. Para ello hay que comenzar por creer en uno mismo, y tomar
conciencia de que todo ser humano es portador de inmensas capacidades que,
normalmente, están dormidas en sus galerías interiores; capacidades por las
que, una vez despiertas y sacadas a la luz, el hombre puede mucho más de lo que
imagina. Dispone, además, de la maravilla de su mente, grávida de fuerzas
positivas a las que puede dar curso libre.
Hay que comenzar, pues, por creer en
uno mismo y en la propia capacidad de salvación.
* * *
Cuando decimos salvarse no nos
estamos refiriendo a “enfermedades” o, más concretamente, a disfunciones
mentales. En el caso de tales “enfermedades”, se trata, generalmente, de
síntomas compulsivos u obsesivos por los que el “enfermo” no consigue funcionar
en la sociedad como una persona normal.
Estos “enfermos” quieren o quisieran
encontrarse en un estado tal que no se sintieran más infelices de lo que puede
sentirse cualquier persona normal; y eso significa curarse, para estos casos.
Estas personas, sin embargo, son una minoría en la sociedad —así como los enfermos
son excepción en el conjunto de la humanidad—; necesitan atención profesional,
y no nos referimos a ellas en la presente reflexión.
Pero hay otras personas que
funcionan socialmente bien mediante mecanismos de disimulo (los “enfermos” no
consiguen disimular) o de sentido común, pero interiormente son tristeza y
dolor. Estos no son “enfermos”, no tienen síntomas patológicos; pero sufren
una agonía mortal, y, con frecuencia, ni siquiera saben por qué.
Sufren depresión, insomnio. Sacan a relucir
sus problemas matrimoniales o profesionales. Pero no es ése su verdadero
problema. Su problema es la sensación que tienen de que la vida se les va sin
haber vivido; de que se les están pasando los años y van a morir sin haber
vivido. No les falta nada, y por tenerlo todo, hasta tienen buena salud, física
y psíquica; pero están dominados por la sensación de que les falta todo.
Sin poder explicárselo, se sienten
asediados por el vacío. Si se les pregunta por la razón de su vivir,
responderán que no la tienen, o que, al menos, no la encuentran. Perciben que
sus energías, si no están muertas, están, cuando menos, aletargadas, casi
atrofiadas. Por eso sienten una desazón general y un cansancio vital.
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