Al caminar por los viejos senderos del hombre, he quedado sorprendido,
más aún, asombrado, al comprobar cómo sufren las gentes día y noche, jóvenes y
adultos, ricos y pobres.
Me duele el corazón. Llevo años
buscando y enseñando (¿cómo llamarlo, terapias?) para sacar a hombres y
mujeres de los pozos profundos en los que están sumergidos. He recorrido tiempo
y distancias buscando recetas para enseñar al hombre a enjugar lágrimas,
extraer espinas, ahuyentar sombras, liberarse de las agonías y, en fin, llevar
a cada puerta un vaso de alegría. ¿Cabe oficio más urgente sobre el planeta?
¡Sufrir a manos llenas, he aquí
el misterio de la existencia humana! Sufrimiento que, por cierto, nadie ha
deseado, ni invocado, ni convocado, pero que está ahí, como una sombra maldita,
a nuestro lado. ¿Cuándo se ausentará? Cuando el hombre mismo se ausente; sólo
entonces.
¿Qué hacer con él entre tanto?
¿ Cómo eliminarlo o, al menos, mitigarlo? ¿Cómo sublimarlo? ¿Cómo transformarlo
en amigo, o, al menos, en hermano? He aquí el problema fundamental de la
Humanidad.
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