Al tomar conciencia de sí mismo, el hombre midió con precisión sus
posibilidades y también sus impotencias. Y estas limitaciones se le
transformaron en unos como muros estrechos de una cárcel, dentro de la que se
sintió, y se sigue sintiendo, encerrado, sin posibilidad de evasión. ¿Cómo y
en qué dirección salir? Y, por primera vez, el hombre se sintió desvalido e
impotente.
Sin que se le pidiera autorización,
y sin desearlo, se vio empujado al mundo; y, de pronto, se encontró con un ser
desconocido, él mismo, en un lugar y tiempo que no había escogido, con una
existencia no solicitada y una personalidad no cincelada por él mismo; con
misteriosas dicotomías, que, como cuñas, lo dividen y desintegran, sin saber
si es amasijo de piel, carne, huesos, nervios y músculos, o si, más allá de
todo eso, su existencia tiene algún sentido.
El hombre se miró y se encontró
extraño a sí mismo, como si tuviera dos personalidades al mismo tiempo, un ser
incomprendido e incomprensible para sí mismo. Un desconcierto, poblado de
interrogantes, cubrió sus horizontes como una densa niebla. ¿Quién soy yo? ¿De
dónde vengo? ¿A dónde voy? Y sobre todo, ¿qué hacer conmigo mismo?
Levantó
sus ojos, y allá, a lo lejos, distinguió oscuramente la roja puerta de la
muerte. Se analizó a sí mismo y concluyó que era un ser nacido para morir. Cercado
por sus cuatro costados, sitiado como una ciudad indefensa, asediado a diestra
y siniestra por las fieras, ¿ cómo escapar? Y la angustia levantó su sombría
cabeza, cerrándole el paso; una angustia que fue atenazando sus huesos y sus
entrañas. ¿En qué dirección huir? No podía regresar al paraíso de la etapa
prehumana; esa retirada estaba clausurada. Y viendo cerradas todas las salidas
de la ciudad, el hombre pensó y deseé por primera vez la falsa salida de la
muerte.
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