En épocas pretéritas, cuando todavía no existían los modernos medios de
comunicación, el entorno vital del hombre se circunscribía al vecindario, aldea
o pequeña ciudad. Hoy su entorno es planetario; tragedias acaecidas en el otro
hemisferio, los flashes de la televisión nos las hacen presentes a los cinco
minutos con imágenes vivas, a veces hasta espeluznantes.
Los persistentes y violentos
impactos debilitan los nervios, perturban el sueño, arruinan la digestión intestinal
y aumentan las palpitaciones cardíacas. Cuando los impactos son todavía más
violentos, como un accidente mortal, el despido del empleo, el divorcio matrimonial,
se produce una compleja cadena de procesos bioquímicos, y puede darse una
profunda alteración de las funciones más vitales del organismo. El hipotálamo
pone en movilización el sistema nervioso autónomo. La glándula adrenal segrega
adrenalina y la vuelca en el torrente circulatorio. Se eleva la presión
arterial. La respiración se hace más rápida y agitada. Pueden manifestarse
agudas cefaleas o los primeros síntomas de una seria depresión.
Hasta ahora hemos visto que los
dardos envenenados provenían de las antenas exteriores.
Pero los agentes pueden estar
también agazapados entre los muros de la misma fortaleza. En tal caso,
normalmente se imbrican en un solo haz los factores exteriores e interiores,
hasta formar un nuevo y fatal círculo vicioso: los golpes exteriores provocan
alta tensión interior, la cual, a su vez, desarticula la integridad psíquica,
con lo que la tesitura interior se va haciendo cada vez más vulnerable. Y en
estas condiciones, los impactos exteriores pueden causar heridas verdaderamente
letales.
Por dentro, el hombre es un océano en perpetuo movimiento. Arrastra
consigo un tumulto de vivencias contradictorias: esperanzas y desconsuelos,
euforias y frustraciones. Las preocupaciones lo inquietan; las ansiedades se
asemejan a la agitación de un mar de fondo. Los fracasos lo dejan marcado,
herido, amargado. Tiene por delante importantes proyectos, que a un mismo
tiempo lo seducen y perturban. Ciertos resentimientos y presentimientos se le
fijan vivamente en el alma, como garras clavadas en la carne.
Esta enorme carga vital cae sin
piedad sobre el hombre, avasallando su unidad interior, hasta despedazarla, lo
mismo que una pesada piedra al caer sobre un vidrio. Su cabeza se asemeja a un
manicomio. No sólo hay desorden, sino, sobre todo, falta de control. Cuanto
más dividida y fragmentada está el alma, tanto más difícil es entrelazar,
cohesionar y coordinar las diferentes partes.
Además, el hombre (“ese
desconocido”) es una complejísima red de motivaciones, compulsiones e instintos,
que hunden sus raíces en las más arcanas profundidades. La conciencia,
respecto del inconsciente, es como un fósforo encendido en el seno de una
oscura noche.
En medio de este insondable
universo, el hombre, en cuanto conciencia libre, se siente zarandeado,
sacudido, amenazado por un escuadrón compulsivo de fuerzas, sin saber
exactamente de dónde provienen o a dónde lo llevan. Estos enemigos interiores,
probablemente los más temibles, agreden desde dentro y golpean el entramado
unitario de la personalidad hasta reducirla a pedazos. Es la dispersión.
La persona afectada por ella es como
un ejército en el que el comandante en jefe ya no tiene autoridad sobre sus
soldados; éstos hacen lo que quieren. Y un ejército sin autoridad ya está
derrotado. Un hombre dividido y desintegrado interiormente, sin poder ni
autoridad sobre sus facultades, ya declaradas en rebeldía, deja el paso libre
a enemigos más temibles.
Una persona así no puede
sentirse cómoda en la vida, no tiene la sensación de bienestar, sino que, por
el contrario, se siente muy a disgusto, incómoda, invadida por aquella típica
desgana de vivir.
He ahí la dispersión.
* * *
¿Qué
hacer?
Hay
quienes son constitutivamente nerviosos, dispersivos. Estos pueden mejorar.
Los otros, los normalmente nerviosos, pueden sanarse por completo.
Una vez más, repetimos las mismas
consignas: no hay recetas automáticas; el trabajo será prolongado, lento; no
hay que asustarse de los altibajos, que pronto se manifestarán; hay que ser muy
pacientes y constantes en la ejercitación.
Todos los elementos que aportaremos
en el capítulo III servirán de ayuda. Pero los ejercicios específicos contra
la dispersión son los siguientes: la relajación, la concentración, el silenciamiento.
Vale la pena someterse a una
paciente autoterapia. Se trata de recuperar la unidad interior, la sensación de
bienestar y el poder sobre sí mismo. Todo esto, a su vez, equivale a cerrar las
puertas a las angustias, las obsesiones y depresiones.
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