Para entender el misterio doloroso del hombre necesitamos remontar las
corrientes zoológicas y navegar contra corriente hasta las remotísimas y
dilatadas latitudes prehumanas desde donde venimos.
Luego de esta zambullida en los
profundos mares prehumanos, y arribados a los ancestrales más primigenios del
hombre, nos encontramos con que los seres anteriores al hombre en la escala
general de la vida, los animales, no se hacen problemas para vivir; al contrario,
todos sus problemas los encuentran resueltos. Estos seres prehumanos están dotados
de mecanismos instintivos mediante los cuales solucionan automáticamente —casi
mecánicamente— sus necesidades elementales. Por eso no sufren de preocupación
ni de ansiedad.
Un halcón, un reptil, un antílope o
un crustáceo viven sumergidos, como en un mar, en el seno gozoso y armonioso
de la creación universal. Este seno sin contornos es un inmenso hogar en el
que los seres prehumanos viven “cálida” y deleitosamente, y en plena armonía,
generada por ese haz de energías instintivas que, como un misterioso entresijo,
recorre y unifica a todos y cada uno de los seres de la escala zoológica.
Viven, pues, en una especie de
unidad vital con todos los demás seres. No saben de aburrimiento ni de
insatisfacción. No tienen problemas, repetimos. No pueden ser más felices de lo
que son. Se sienten plenamente realizados. Esta “felicidad” la viven
sensorialmente, aunque, como es obvio, no conscientemente.
Así vivía también el hombre en las
primeras etapas de su evolución.
Pero en una de esas etapas aquella criatura
que hoy llamamos hombre tomó conciencia de sí mismo: supo que sabía, supo quién
era. Esta emergencia de la conciencia resultó para el hombre una contingencia
de asombrosas, por no decir infinitas, posibilidades; cero, al mismo tiempo,
una desventura con características casi de catástrofe.
Sintió que se le rompían las
ataduras instintivas que lo ligaban al “paraíso” de aquel hogar feliz. Comenzó
a experimentar la típica soledad de un exiliado, de alguien que ha sido
expulsado de una venturosa “patria”. Se sintió solitario, porque comenzó a
percibir que ahora era él mismo, diferente de los demás y separado de todos;
que ya no estaba integrado unitariamente en el inmenso panteón de la creación,
y que ya no era parte de aquella entraña tejida con todos los demás seres,
sino que estaba aparte. Y,
por primera vez, sintió tristeza y soledad.
Despertó
de la larga y dulce noche prehumana; y, al despertar y tomar conciencia de sí
mismo, la vida misma se le tomó en un enorme y aplastante problema: tenía que
aprender a vivir.
Antes la vida se le daba hecha,
espontánea y deliciosamente; ahora tendría que aprender a dar los primeros
pasos con trabajo y fatiga. Antes el vivir era un hecho consumado; ahora un
arte. Antes, una delicia; ahora, un desafío: todo lo tendría que improvisar,
con sus correspondientes riesgos. De ahora en adelante, el interrogante será su
pan y la incertidumbre su atmósfera.
Esté despertar de la conciencia fue
equivalente, en exacto paralelismo, al drama de un nacimiento: en el seno materno,
la criatura todo lo tenía asegurado: respiraba y se alimentaba de la madre a
través del cordón umbilical, sin esfuerzo alguno. Vivía en unidad perfecta con
la madre, en una simbiosis plenamente gozosa, sin riesgos ni problemas. Sale a
la luz, y todo son problemas: tiene que comenzar a respirar, a alimentarse
trabajosamente; y, a lo largo de los años y hasta la muerte, su existencia será
un incesante aprender a vivir.
Esto mismo sucedió con el “nacimiento” del hombre
en el proceso evolutivo
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