La razón le
dicta una cosa, y la emoción otra. Desea mucho, y puede muy poco. Lucha por
agradar a todos, y no lo consigue. Busca la armonía consigo mismo y con los
demás, y, sin embargo, siempre está en tensión. Experimenta sensaciones desabridas, como la ansiedad, la
depresión, la dispersión..., y no dispone de armas para ahuyentarlas.
Su mente es, con frecuencia,
una prisión en la que se siente atrapado; y no puede prescindir de ella aunque
quisiera, ni salir de esa prisión. Y así, a veces, una nube de obsesiones le
obliga a dar vueltas y más vueltas, como una mariposa, en torno a una
alucinación obsesiva, sin conseguir evadirse.
En suma, concluiremos con E. Fromm, que “la mente
humana es la bendición y la maldición del hombre”. Es verdad que la Historia
está lanzando sin cesar desafíos al hombre: cómo acabar con las guerras, superar
el hambre, la enfermedad, la pobreza... Pero, por encima de todas las altas
tareas que la Historia pueda encomendar al hombre, su quehacer fundamental y
transhistórico es y será siempre: qué hacer y cómo hacer para llegar a ser
dueño de su propia mente, de sí mismo. Dicho de otra manera: qué hacer para que
la mente sólo sea fuente de toda bendición
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