Se dice:
mientras haya a mi lado quien sufra, yo no tengo derecho a pensar en mi
felicidad.
Estas palabras suenan muy bien, pero son
falaces. Tienen una apariencia de verdad; pero, en el fondo, son erróneas. A la
primera observación del misterio humano, saltarán a nuestros ojos una serie de
evidencias como éstas: los amados aman. Sólo los amados aman. Los amados no
pueden dejar de amar.
Sólo los libres liberan, y los libres
liberan siempre. Un pedagogo modelo de madurez y estabilidad hace de sus
discípulos seres estables y maduros, y esto sin necesidad de muchas palabras.
Lo mismo sucede con los padres respecto de sus hijos. Y, por el contrario, un
pedagogo inseguro e inhibido, aunque tenga todos los pergaminos doctorales,
acaba envolviendo a sus discípulos en un halo de inseguridad.
Los que sufren hacen sufrir. Los fracasados
necesitan molestar y lanzar sus dardos contra los que triunfan. Los
resentidos inundan de resentimiento su entorno vital. Sólo se sienten felices
cuando pueden constatar que todo anda mal, que todos fracasaron. El fracaso de
los demás es un alivio para sus propios fracasos; y se compensan de sus
frustraciones alegrándose de los fracasos ajenos y esparciendo a los cuatro
vientos noticias negativas, muchas veces tergiversadas y siempre magnificadas.
Una persona frustrada es verdaderamente temible.
Los sembradores de conflictos, en la familia
o en el trabajo, siendo perpetuamente espina y fuego para los demás, lo son
porque están en eterno conflicto consigo mismos. No aceptan a nadie porque no
se aceptan a sí mismos. Siembran divisiones y odio a su alrededor porque se
odian a si mismos.
Es tiempo perdido y pura utopía
el preocuparse por hacer felices a los demás si nosotros mismos no lo somos; si
nuestra trastienda está llena de escombros, llamas y agonía. Hay que comenzar,
pues, por uno mismo.
Sólo haremos felices a los
demás en la medida en que nosotros lo seamos. La única manera de amar realmente
al prójimo es reconciliándonos con nosotros mismos, aceptándonos y amándonos
serenamente. No debe olvidarse que el ideal bíblico se sintetiza en “amar al
prójimo como a sí mismo”. La medida es, pues, uno mismo; y cronológicamente es
uno mismo antes que el prójimo. Ya constituye un altísimo ideal el llegar a
preocuparse por el otro tanto como uno se preocupa por si mismo. Hay que
comenzar, pues, por uno mismo.
Al respecto, no faltarán
quienes arguyan alegremente: eso es egoísmo. Afirmar esto, sin mayores
matizaciones, no deja de ser una superficialidad. Evidentemente, no estamos
propiciando un hedonismo egocéntrico y cerrado. Si así fuera, estaríamos
frente a un enorme equívoco, que podría resultarnos una trampa mortal.
Efectivamente, buscarse a sí
mismo, sin otro objetivo que el de ser feliz, equivaldría a encerrarse en el
estrecho círculo de un seno materno. Si alguien busca exclusiva y
desordenadamente su propia felicidad, haciendo de ella la finalidad última de
su existencia, está fatalmente destinado a la muerte, como Narciso; y muerte
significa soledad, esterilidad, vacío, tristeza. En sus últimas instancias, el
egoísmo avanza siempre acompañado e iluminado por resplandores trágicos;
egoísmo es igual a muerte, es decir, el egoísmo acaba siempre en vacío y
desolación.
* * *
Estamos hablando, pues, de otra
cosa. En este libro nos proponemos dejar al hombre en tales condiciones que sea
verdaderamente capaz de amar; y sólo lo será —volvemos a repetirlo— en la
medida en que él mismo sea feliz.
Y ser feliz quiere decir,
concretamente, sufrir menos. En la medida en que se secan las fuentes de sufrimiento,
el corazón comienza a llenarse de gozo y libertad. Y sentirse vivo ya
constituye, sin más, una pequeña embriaguez; pero el sufrimiento acaba
bloqueando esa embriaguez.
Después de todo, no queda otra
disyuntiva sino ésta:
agonizar o vivir. El sufrimiento hace agonizar al hombre. Eliminando el
sufrimiento, el ser humano, automáticamente, recomienza a vivir, a gozar de
aquella dicha que llamamos vida. En la medida en que el hombre consigue
arrancar las raíces de las penas y dolores, sube el termómetro de la
embriaguez y del gozo vital. Vivir, sin más, ya es ser feliz.
Si conseguimos que la gente viva, la
fuerza expansiva de ese gozo vital lanzará al hombre hacia sus semejantes con
esplendores de primavera y compromisos concretos.
Vámonos, pues, lenta pero firmemente
tras esa antorcha. En el camino salvaremos los escollos uno por uno, y caerán
las escamas. Y, desde la noche, irá emergiendo palmo a palmo una figura hecha
de claridad y alegría: el hombre nuevo que buscamos, reconciliado con el
sufrimiento, hermanado con el dolor, peregrino hacia la libertad y el amor.
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