jueves, 1 de noviembre de 2012

Los focos luminosos - I


El bien y el mal están siempre dentro del hombre. No proceden de afuera hacia adentro, sino de adentro hacia afuera. Todo hombre es poseedor de una varita mágica, capaz de transformar todo lo que toca en oro y bendición. Porque, si es verdad que en la mente huma­na se fraguan los enemigos, también lo es que la mente del hombre es el hontanar de todo bien y todo amor.
    Todo lo que resistimos mentalmente lo convertimos en enemigo. Si no me gustan estas manos, ellas son mis enemigas. Si no me gusta esta nariz, estos dientes, este color, esta estatura..., se convierten en mis enemi­gos, despiertan en mí los mismos sentimientos de re­pulsa que un verdadero enemigo. Y así, te esfuerzas por no aparecer en público, ocultas tus manos...; en suma, te tratas a ti mismo como si fueras enemigo de ti mismo, humillándote, avergonzándote. Y avergonzarse de sí mismo es lo mismo que autocastigarse.
    Muy en lo hondo de todos estos sentimientos palpi­tan un sinnúmero de fatuidades, actitudes narcisistas, truncadas escalas de valores, megalomanías y otras mil hijas de la vanidad; todo lo cual lo analizaremos más adelante. Por el momento, es suficiente con que caiga­mos en la cuenta de cómo y dónde se forjan nuestros enemigos.
            Si tu vecino te desagrada, lo transformas en un ene­migo. El problema no está en él, sino en ti. Y cuanto más lo resistas, más lo sentirás como enemigo. La ene­mistad crece en la medida que aumenta la repulsa de tu corazón.
            Si no te gusta este día triste y oscuro, este día es tu enemigo. Si te molesta la tos de quien está a tu lado, la voz de un vecino, la manera de caminar de aquél, la mirada del otro, este ruido, aquella temperatura, esta actitud, aquella reacción..., tu alma acaba convirtiéndo­se en una ciudadela rodeada de enemigos por todas partes.
            Y entonces millares de seres pueden ir despertando en ti sentimientos hostiles, reacciones agresivas y airadas. Las realidades, en tu entorno, son tal como son; y si tú las dejaras ser como son, todas ellas serían tus ami­gas. Pero los dardos parten de tus propias almenas.
            Y aquí comienza a vislumbrarse uno de los grandes capítulos de salvación, que ofreceremos más adelante:
dejar que las cosas sean lo que son; contemplar y consi­derar como buenas todas las cosas.

* * *

            En toda reacción humana hay que distinguir dos ele­mentos: el agente exterior (estímulo) y el impacto. Un agente exterior, estridente y violento, golpea en un mar de armonía, y no pasa nada, no se produce herida algu­na. Normalmente, el impacto es proporcional al estí­mulo; pero la cuantía del impacto puede depender también del receptor.
    Por ejemplo, los defectos congénitos de personalidad aumentan en la medida en que aumenta el estado nervioso de la persona. Un tipo rencoroso lo es mucho más cuando está especialmente irritado. Un temperamento irascible se coloca al borde de la locura cuando enfren­ta una crisis de nervios. En los momentos de agudo nerviosismo, una personalidad hipersensible es capaz de convenir las agujas en espadas.
            El impacto depende, por consiguiente, no sólo de una estructura determinada de personalidad, sino tam­bién de los estados de ánimo.
            Más aún, yo diría que el fenómeno de las tensiones, disgustos, furias, depresiones... no depende tanto de los agentes exteriores como de la debilidad o blandura del sujeto receptor. Porque, en último término, los agentes exteriores estimulan o impactan en la medida de la blandura de la materia receptora.
            Ningún estímulo exterior, ni aun el más violento, puede herir a quien se esfuerza por temperar su carác­ter, transformar su corazón en un acogedor regazo, ha­bituarse al autocontrol, serenar su sistema nervioso, entrenarse en la concentración y la meditación, avanzar, en fin, lenta pero firmemente hacia la tranquilidad mental y la paz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario