Hace algún tiempo, mi
mujer ayudó a un turista suizo en Ipanema, que dijo haber sido víctima de unos
ladronzuelos. Con un marcado acento y en pésimo portugués, dijo haberse quedado
sin pasaporte, sin dinero, y sin un lugar para dormir.
Mi mujer le pagó el
almuerzo, le dio la cantidad necesaria para que pudiera pasar la noche en un
hotel hasta que se pusiera en contacto con su embajada, y se fue. Días después,
un diario carioca publicaba la noticia de que el tal "turista suizo"
era en realidad un original malandra carioca, que simulaba un falso acento y
abusaba de la buena fé de las personas que amaban a Río y querían compensar la
imagen negativa que -justa o injustamente- se transformó en nuestra tarjeta de
presentación.
Al leer la noticia,
mi esposa sólo comentó: "no será ésto lo que impida que ayude a la
gente".
Su comentario me hizo
recordar la historia del sabio que, cierta tarde, llegó a la ciudad de Akbar.
Las personas no dieron mucha importancia a su presencia, y sus enseñanzas no
consiguieron interesar a nadie. Después de algún tiempo, él pasó a ser motivo
de risa y burlas por parte de los habitantes de la ciudad.
Un día, mientras
paseaba por la calle principal de Akbar, un grupo de hombres y mujeres comenzó
a insultarlo. Pero en lugar de fingir que no se daba cuenta de lo que ocurría,
el sabio se acercó a ellos y los bendijo.
Uno de los hombres
comentó:
- ¿Será, después de
todo, que el hombre es sordo? ¡Le gritamos cosas horribles, y él sólo nos
responde con palabras bellas!
- Cada uno de
nosotros sólo puede ofrecer lo que tiene -fue la respuesta del sabio.
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