A pesar de que los Evangelios, como lo acabamos de
ver, nos presentan a Jesús y su mensaje como una fiesta de alegría, como un
concierto de flauta en medio de la plaza (Mt 11,16-18), nos lo presentan
también como un hombre acosado, agredido y marcado a fuego por el sufrimiento,
de tal manera que se vieron obligados a justificar teológicamente esa figura
doliente (1 Pe 1,21).
Mucho
más: en la imagen de un Jesús traspasado por el dolor, la Escritura llegó a
contemplar el símbolo de la Humanidad Doliente (Heb 12,2).
Hay en los Evangelios vislumbres
fugaces por los que concluimos o sospechamos que Jesús estaba familiarizado con
el sufrimiento, cosa que no cabría deducir por los sucesos narrados. Por
ciertos detalles, atisbamos que Jesús posee aquel conocimiento sobre el dolor
que sólo el dolor puede dar. De ahí, sin duda, emerge esa tremenda sensibilidad
que posee ante el sufrimiento ajeno; y sólo el que ha padecido mucho tiene la
capacidad de compadecer, capacidad que es notable en Jesús.
Aquel
día unos helenos provenientes de la Diáspora manifestaron un vivo interés por
conocer a Jesús. Felipe
y Andrés notificaron a Jesús este deseo. Y, mientras
les hablaba, desde no se sabe qué regiones, como en un paréntesis, le ascendió
a Jesús una profunda turbación: “¡Ay, me siento agitado, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta
Hora. Pero... ¡si para esto he venido! Padre, glorifica tu Nombre” (Jn 12,27).
Vislumbramos en este abrupto paréntesis cualquier drama, una especie de
desdoblamiento de personalidad, un combate soterrado entre el querer y el
sentir...
En aquella “conmoción” hasta el
sollozo y las lágrimas (Jn 11,35) presentimos el drama interior de un hombre
cuyos lazos de amistad (con Lázaro) han sido desgarrados sin piedad por la
muerte.
Igualmente en
aquel “estremecimiento” ante la viuda que había perdido al hijo único: ahí se
percibe como un romperse de fibras muy sensibles cuando, con gran ternura, dice
a la viuda: “No llores” (Lc 7,12). Sólo un hombre que ha sufrido mucho puede
compadecerse de esa manera.
* * *
Un
día estaba Jesús en la sinagoga; y había allí un hombre que sufría parálisis de
un brazo. Marcos, en una tensa escena, dice significativamente —lo que denota
que la hostilidad era ya irrevocable— que los letrados y jefes “estaban al
acecho a ver si le curaba en sábado, para poder acusarlo” (Mc 3,2). En una actitud de desafío, no exenta
de indignación, dijo Jesús primero al enfermo: “levántate”; y luego lanzó a sus
contrarios esta pregunta: “¿es lícito salvar una vida en sábado?” Ellos
callaron. “Entonces, mirándolos con ira y dolorido por la dureza de su
corazón”, dijo al paralítico: “extiende el brazo”; lo extendió, y quedó
curado. “En cuanto salieron los fariseos se confabularon con los herodianos en
contra de él para tramar cómo eliminarlo” (Mc 3,6).
Son las primeras escenas de un drama
que acabará en un holocausto. Y vemos también aquí los primeros compases de la
apertura de Jesús al misterio del Dolor, que lo transformarán en un “conocedor
de quebrantos”, según la expresión de Isaías.
La escena que nos describen Marcos
(6,1-6) y Lucas (4,14-30), dramática también, marca otro hito en el descenso de
Jesús en las aguas del dolor, y señala, por otra parte, su alejamiento,
desengañado, de “su tierra” de Nazaret. La escena apunta también claramente el
hecho de que fue su destino de profeta y misionero de la misericordia el que le
abrió la ruta hacia el interior del dolor.
El episodio es el siguiente: después
de pasar un tiempo junto a Juan y de bautizarse, y luego de un largo retiro en
el desierto, Jesús regresó a Nazaret. El sábado habló en la sinagoga. Sus
propios paisanos no podían creer lo que estaban escuchando, y “se escandalizaban
a causa de él”. Entristecido, Jesús contraatacó: no hay nada que hacer: “Un
profeta, sólo en su tierra, entre su parentela y en su propia casa carece dc
prestigio” (Mc 6,4). Y la frustración da una nota más alta: “Y no pudo hacer
allí ningún milagro” (6,5). Y el diapasón, finalmente, hizo sonar el tono más
agudo: “Se asombró de su falta de fe” (6,6). Percibimos en este “asombro” un
contenido tenso y denso de desengaño, dolor retenido y ciertos destellos de
desesperanza. Pero no acaba aquí la narración. Nos dice Lucas
que, a cierta altura de la escena, Jesús golpeó replicando y recordando que en
tiempo de Elías y Eliseo fueron dejados de lado los hijos de Israel y la
“salvación” fue entregada a los hijos de Siria y de Sidón. Oyendo esto; los
nazaretanos de la sinagoga “se llenaron de ira, y levantándose lo arrojaron
fuera de la ciudad; y lo llevaron a una altura escarpada del monte para
despeñarlo” (Lc 4,25-28).
Sobran comentarios. Es un texto desusadamente
fuerte y significativo. Parece el preludio de aquella narración de Juan:
“Tomaron a Jesús, y él, cargando con su cruz, salió hacia un lugar llamado
Calvario, donde lo crucificaron” (Jn 19,17). Es, sin duda, el dolor más doloroso:
sentirse mensajero ¿e una novedad, mensaje de salvación y amor, y, al
entregarlo, y por entregarlo, recibir la incomprensión, el rechazo, la
persecución y la ejecución.
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