Bajando de
Jerusalén a Jericó, en el severo desnivel descendente y entre los cerros
pelados del Desierto de Judá, yacía en el suelo un hombre asaltado y agredido
por los ladrones. Casualmente caminaban también por la misma ruta gentes
cualificadas; lo vieron, pero pasaron de largo. Acertó a pasar un samaritano,
el cual se inclinó sobre el herido, lo recogió y lo atendió solícitamente.
Frente a la teoría ¿quién es mi
prójimo?, Jesús viene a responder: el amor no es una teoría, sino un movimiento
del corazón y de los brazos: cualquiera que sufre es mi prójimo.
Es interesante y digno de destacar:
sólo se compadece el que padece: un samaritano, un despreciado, en suma, uno
que sufre. Sólo el que ha sufrido puede conmoverse, porque, de alguna manera,
al presenciar el dolor revive su propio sufrimiento.
Este es uno de los frutos positivos
que produce el sufrimiento: la experiencia del dolor deja, en quien sufre, una
sensibilidad y apertura, una comprensión e inclinación hacia los que sufren.
Los más solidarios con los pobres son siempre los mismos pobres; cosa que puede
comprobarse en un barrio obrero, en un sindicato o en un campamento de
refugiados.
El que está familiarizado con el
sufrimiento no podrá darse el lujo de pasar de largo. El que ha sufrido siente
ante el dolor ajeno un movimiento del corazón: se conmueve. Es impresionante
el número de veces que el Evangelio constata que Jesús se compadeció (Mt 9,36; 14,14;
Mc 1,41; Lc 7,13). Esta es la razón deductiva, que hemos apuntado más arriba,
para sospechar que Jesús, contra todas las apariencias, estaba secretamente
familiarizado con el sufrimiento, aun en los días de evangelización: era capaz
de compadecer tanto porque había padecido mucho.
La
palabra precisa es ésta: misericordia: estremecimiento o sensibilización del
corazón. Y de esto se trata: antes de mover los brazos, tiene que haber un movimiento
del corazón, una donación desinteresada del yo, una inclinación de todo el ser,
como el del samaritano hacia los que sufren.
Y ésta es una de las vigas maestras
de la antropología cristiana, expresada magistralmente por el Concilio Vaticano
II cuando dice que el cristiano “no puede encontrar su propia plenitud si no
es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes 24).
Muchas veces, los que sufren saben
que no está en nuestras manos el solucionar sus males. Pero siempre desean y
esperan que nos sientan con ellos. Es obvio que, cuando las posibilidades estén
abiertas, los brazos serán movidos por el corazón para recoger al herido,
vendarlo, cargar con él a hombros y pagar por él, sin preguntar por su
identidad.
* * *
Hoy día toda la actividad humana
está organizada técnicamente. El cristiano actual no debe conformarse tan sólo
con recoger al herido y vendar sus llagas. La actividad benéfica del samaritano
moderno deberá realizarse a través de movimientos y organizaciones. De esta
manera, el cristiano puede asumir tareas más amplias, que exigen cooperación y
el uso de medios técnicos.
Es necesario despertar en los
hombres y en los pueblos, principalmente con los medios de comunicación
social, un sentido dinámico de responsabilidad y solidaridad, creando una
nueva sensibilidad para defender los derechos de los pobres y marginados, para
impulsarlos hacia una promoción social respetando su dignidad personal,
enseñándoles a ayudarse a sí mismos.
Hoy
día el buen samaritano debe luchar por la instauración de un orden justo, en
que sean respetados los derechos humanos, satisfechas las aspiraciones
legítimas y garantizada la libertad personal, buscando así un orden nuevo y el
desarrollo integral del hombre: un orden en que las familias encuentren
posibilidades de educar a sus hijos, se promueva resueltamente la igualdad
real de la mujer y se produzca, en fin, un gran movimiento de solidaridad, el
gran “paso” del egoísmo al amor.
El samaritano moderno debe ayudar a
los marginados a liberarlos de su desconfianza, inhibición y pasividad, para
hacerlos capaces de ser autores de su propio progreso (cf La Iglesia en la
actual transformación de América Latina a la luz del Concilio, Medellín 1968).
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