Dios organizó
el mundo y la vida dentro de un sistema de leyes regulares que llamamos causas
segundas, como son la ley de la gravitación o la ley de la libertad. El Padre,
normalmente, respeta sus propias leyes dentro de las cuales organizó y
funcionan las estructuras humanas y cósmicas. Ellas continúan en su marcha natural
y, como consecuencia, sobrevienen los desastres y las injusticias.
Para Dios, sin embargo, no existen
imposibles: podría interferir en las leyes del mundo, descolocando lo que
anteriormente había colocado, y evitar este accidente o aquella calumnia. Pero
el Padre, normalmente, consecuente consigo mismo, respeta su obra y permite las
desgracias de sus hijos, aunque no las quiera.
Ahora bien; si El, pudiendo evitar
todo mal, absolutamente hablando, no lo evita, es señal de que lo permite. No
podríamos decir que una calumnia ha sido querida por Dios, mas sí permitida.
Todo acto de abandono es, pues, una
visión de fe. En ella se distinguen dos niveles: el fenómeno y la realidad: lo
que se ve y lo que no se ve. Lo que se ve son las reacciones psicológicas, las
leyes biológicas, etc.,
que, eventualmente, pueden incidir en nuestras tribulaciones. Lo que no
se ve es la Realidad, el Señor Dios, fundamento fundante de todo.
El último eslabón de la cadena de
los acontecimientos lo sujeta el dedo de Dios. Nuestras cuentas pendientes, en
última instancia, las tenemos que saldar con Dios mismo. En el acto de abandono
se trascienden los fenómenos (accidentes, lo que dijeron de mí, lo que me
hicieron, la marcha de los acontecimientos) y, detrás de todo, se descubre a
Aquel que es y me ama, en cuyas manos se entrega todo.
Para Jesús, en Getsemaní, estaba
evidente y estridente que la tormenta que se le avecinaba era una
confabulación miserable, engendrada y organizada por las reacciones
psicológicas, intereses personales, utilidades políticas, nacionalismos,
ventajas económicas o militares... Pero Jesús cerró los ojos a esas evidencias
de primer plano, trascendió todo, y para El, en ese momento, no había más
realidad que “Tu Voluntad” (Mt 26,42), en cuyas manos, luego de fiera
resistencia (Mc 14,36), se abandonó; y se salvó, primeramente a sí mismo, del
tedio y de la angustia; y nos salvó a todos nosotros. Y a partir de este
momento contemplamos a Jesús avanzar en el itinerario de la Pasión, bañado de
una paz inexplicable, de tal manera que será difícil encontrar en los anales
de la historia del mundo un espectáculo humano de semejante belleza y
serenidad.
* * *
Abandonarse consiste, pues, en
desprenderse de sí mismo para entregarse, todo entero, en las manos de Aquel
que me ama.
Esta “terapia” es plenamente
aplicable a la universalidad de todas las fuentes de sufrimiento que hemos
descubierto y explorado en el capítulo segundo de este libro. No se encontrará
ruta más rápida y segura de liberación que la “terapia” del abandono.
Liberarse
consiste en depositar en Sus Manos todo lo que está consumado, todo lo que es
impotencia y limitación: la ley de la precariedad, la ley de la transitoriedad,
la ley de la insignificancia humana, la ley del fracaso, la ley de la
enfermedad, la ley de la ancianidad, la ley de la soledad, la ley de la muerte.
Consiste,
en suma, en aceptar el misterio universal de la vida.
Y
nuestra morada se llamará PAZ.
* * *
Lanza del
Vasto nos ofrece este hermoso apólogo:
“Caía la
noche. El sendero se internaba en el bosque, más negro que la noche. Yo estaba
solo, desarmado. Tenía miedo de avanzar, miedo de retroceder, miedo del ruido
de mis pasos, miedo de dormirme en esa doble noche.
Oí crujidos en el bosque, y tuve miedo. Vi brillar
entre los troncos ojos de animales, y tuve miedo. Después no vi nada, y tuve
miedo, más miedo que nunca.
Por fin salió de la sombra una sombra que me cerró el
paso.
“iVamos! ¡Pronto! ¡La bolsa o la vida!”
Y me sentí casi consolado por esa voz humana, porque
al principio habla creído encontrar a un fantasma o a un demonio.
Me dijo: “Si te defiendes para salvar tu vida, primero
te quitaré la vida y después la bolsa. Pero si me das tu bolsa solamente para
salvar la vida, primero te quitaré la bolsa y después la vida”.
Mi corazón enloqueció; mi espíritu se rebeló.
Perdido por perdido, mi corazón se entregó.
Caí de rodillas y exclamé: “Señor, toma todo lo que
tengo y todo lo que soy”.
De pronto me abandonó el miedo, y levanté los ojos.
Ante mí todo era luz. En ella el bosque reverdecía”.
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