Se me dirá que esto es incomprensible, no tiene lógica,
es absurdo. Así será. Ciertamente, si miramos los hechos a través de un cuadro
normal de valores, todo esto atenta contra el sentido común. Pero después de lo
que sucedió en el Calvario, después de que Dios extrajo de la muerte la vida y
del fracaso el triunfo, todas las lógicas humanas se fueron a pique, subieron y
bajaron las escalas de valores, se hundieron para siempre los cálculos de
probabilidad y las coordenadas del sentido común, y, definitivamente, nuestros
criterios no son sus criterios ni nuestra lógica su lógica. Al final, es una
cuestión de fe. Sin ella no se entiende nada. Es mejor, pues, cerrar los ojos y
la boca, quedarse en silencio y... adorar.
Puedo
agregar otra experiencia personal: yo he visto, repetidas veces, cómo los
enfermos incurables, cuando pensaban, mirando fijamente el crucifijo, que
estaban compartiendo los dolores del Crucificado y acompañándolo en la
redención del mundo, yo he visto revestirse sus rostros de una paz inexplicable
y (¿por qué no decirlo?) de una misteriosa alegría.
Sin duda sentían que valía la pena el sufrir. Habían
encontrado un sentido y una utilidad al sufrimiento. Su dolor ya era creador y
fecundo, como el de la madre que da a luz.
* * *
Sí.
Llámese alegría o de otra manera, es la victoria y la satisfacción de quien ha
arrancado al dolor su aguijón más temible: el absurdo, el sinsentido, la
inutilidad.
Cuando
un enfermo, inútil para todo, o cualquier otro sujeto, triturado por la
tribulación, toman conciencia de que, en la fe y en el amor, están activamente
participando en la salvación de sus hermanos; de que están “completando lo que
falta a los padecimientos de Cristo”; de que -su sufrimiento no sólo es útil
para los demás, sino que cumple un servicio insustituible; de que estén
enriqueciendo a la Iglesia tanto o más que los apóstoles y misioneros; de que
su sufrimiento, asumido con amor, es el que abre el camino de la gracia más
que cualquier otra cosa; de que, más que todo lo demás, hacen presente en la
historia de la humanidad la fuerza de la redención, y de que, en fin, estén
impulsando el Reino desde dentro hacia adelante y hacia arriba (Salvifici
doloris 27), ¡cómo no sentir satisfacción y gozo!
No me
extraña aquella “salida” jubilosa de Pablo cuando dice: “Ahora me alegro de mis
padecimientos” (Col 1,24). Y Pedro invita a los cristianos a una explosión de
alegría “porque estáis participando de los padecimientos de Cristo” (1 Pe
4,13).
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