Un
álamo solitario en la llanura infinita es un espectáculo. Asomó a la vida
tímidamente, casi por casualidad, acunado por los vientos. Los temporales golpearon
sin piedad su frágil melena; y, para no sucumbir, sus raíces se hundieron a
fondo, adhiriéndose firmemente al suelo arcilloso. Y así el álamo adquirió tal
consistencia que hoy no hay huracán que pueda doblegarlo. Y ahí lo ven gallardo
sobre la meseta.
En un
brillante despliegue de paradojas, Pablo nos transmite la dialéctica cristiana
de fuerza-debilidad: es en la debilidad humana donde se injerta, prende y contrasta
la fuerza de Dios. El que quiera vivir, tiene que morir. Para transformarse en
una espiga dorada, el grano de trigo necesita descomponerse y ser sepultado en
el seno de la tierra. La fuerza nace, pues, de la debilidad, la vida de la
muerte, la consolación de la desolación, la madurez de las pruebas.
* * *
El que no ha sufrido se parece a una
caña de bambú: no tiene meollo, no sabe
nada. Un gran
sufrimiento es como una tempestad que devasta y arrasa una amplia comarca; una
vez que pasó la prueba, el paisaje luce lleno de calma y serenidad.
Una gran tribulación hace crecer al
hombre en madurez y sabiduría más que cinco años de crecimiento normal.
Cuántas veces se oye este comentario: “¡ Cómo ha cambiado fulano!, ¡cuánto ha
madurado!; es que le ha tocado sufrir mucho”.
Cuando todo navega viento en popa,
cuando no hay dificultades ni espinas, el hombre se cierra y se atornilla
sobre sí mismo. Sus propios éxitos son como altas murallas que lo encierran,
como en una cárcel, en sí mismo. Atrapado
entre sus torres, propietario de sí mismo, ofuscado por el resplandor de su
imagen, ¿quién lo librará de la esclavitud? Sólo una sacudida telúrica. Y a
Dios no le queda otro camino de liberación que el de enviar al hombre una gran
tribulación para despertarlo, destruir sus castillos y sacarlo del Egipto de sí
mismo.
Cuando la enfermedad o la
tribulación se enroscan a la cintura del hombre, éste posa sus pies en el
suelo, comprende que todo es un sueño, vuelan las ficciones, se destiñen los
atavíos artificiales, se deshace la espuma y el hombre se encuentra desnudo
sobre el suelo de la objetividad. Es el capítulo primero de la sabiduría. Sin
sufrimiento no hay sabiduría.
Lo
que sucede es lo siguiente: cuando la tribulación cae sorpresivamente sobre el
hombre y lo envuelve como una noche, el hombre no ve nada. Es muy difícil, en
ese momento, disponer de una mirada de fe, porque el hombre no ve más que la
perversidad humana y las causas inmediatas. Pero cuando se toma cierta
distancia, se abre la perspectiva y el hombre extiende una mirada larga, la
mirada de la fe, en ese momento el hombre comienza a comprender que lo que
sucedió fue una pedagogía de Dios y, en el fondo, una predilección liberadora.
Si el lector se detiene un momento y
vuelve la mirada hacia atrás en su vida y reflexiona un poco, descubrirá que
ciertos acontecimientos dolorosos que, en su tiempo los consideró tremendas
desgracias, hoy, a la vuelta de diez años, han resultado ser hechos providenciales
que le han traído bendición, desprendimiento de sí mismo y sabiduría.
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