Partiendo
desde las primeras páginas, hemos recorrido, en este libro, un largo
itinerario, el camino del dolor. Durante el recorrido hemos ido esparciendo
por doquier pautas y recetas, no para extirpar el dolor—donde está el hombre,
allí estará, como sombra, el sufrimiento—, sino para mitigarlo.
En mi opinión, existe un talismán
prodigioso, y se llama el camino del abandono. Sin embargo, no he querido
abordarlo a fondo en estas páginas porque ya lo había tratado en otros libros,
particularmente en Muéstrame tu rostro (pág. 121-159).
No obstante, intentaré entregar aquí
tan sólo un breve esquema, advirtiendo de antemano que esta senda es válida y
liberadora para aquellos que viven decididamente en un contexto de fe.
Hace varias décadas recorrió el
mundo y se hizo famosa aquella afirmación de Charles Péguy: “Al llegar a los
cuarenta años, el hombre llega a la conclusión de que ni él ni nadie ha sido,
es ni será feliz”.
Es una afirmación demasiado grave.
Los absolutos existen tan sólo en el campo de las ideas, no en la vida. A pesar
de que este libro es una embestida a fondo contra toda ficticia ilusión,
disentimos de la opinión pesimista de Péguy, y por eso he escrito este libro, y
por eso ahora, para coronarlo, entrego, aunque en resumen, esta vía de
liberación y de paz: el camino del abandono.
* * *
Abandono es una palabra ambigua y se
presta a equívocos. A primera vista, suena a pasividad, fatalismo,
resignación. En el fondo, es lo contrario: el abandono, correctamente vivido,
coloca a la persona a su máximo nivel de eficacia y productividad.
En
todo acto de abandono existe un no y un sí. No a lo que yo quería o hubiese
querido. ¿Qué hubiese querido? ¡ Venganza contra los que me hicieron esto!; no
a esa venganza. ¡Tristeza porque se me fue la juventud!; no a esa tristeza.
¡Resentimiento porque todo me sale mal en la vida!; no a ese resentimiento.
Y sí a lo que Tú, Dios mío,
quisiste, permitiste o dispusiste. Sí, Padre, en tus manos extiendo mi vida
como un cheque en blanco. iHágase tu voluntad!
Como hemos visto en las páginas
anteriores, todo lo que resistimos mentalmente lo transformamos en enemigo.
Para con las realidades que le producen agrado, el hombre extiende un lazo
emocional de apropiación. Las cosas (o personas) que le causan desagrado, el
hombre las resiste mentalmente, las rechaza, con lo que, automáticamente, las
transforma en enemigas. Estas pueden ser los ruidos de la calle, el clima, el
vecino, los acontecimientos, mil detalles de su propia persona, etc.
La resistencia emocional, por su
propia naturaleza, tiende a anular al “enemigo”. Ahora bien, existen realidades
que, resistidas estratégicamente, pueden ser neutralizadas parcial o
totalmente, como la enfermedad, la ignorancia o la pobreza. Sin embargo, gran
parte de las realidades que el hombre resiste no tienen solución o la solución
no está en sus manos. A estas realidades llamamos situaciones límites, hechos
consumados.
La sabiduría consiste, pues, en
hacer una pregunta: esto que me molesta, ¿puedo remediarlo? Si hay alguna posibilidad
de solución, no es hora de abandonarse, sino de poner en acción todas las
energías para lograr la solución. Pero si no hay nada que hacer, porque las
cosas son insolubles en sí mismas o la solución no está en nuestras manos,
entonces llegó la hora de abandonarse. Abandonar ¿qué? La rebeldía mental:
llegó la hora de silenciar la mente, inclinar la cabeza, depositar los
imposibles en manos de Dios Padre y entregarse.
Mirando con la
cabeza fría, el hombre descubre que gran parte de las cosas que le disgustan,
le entristecen o le avergüenzan no tienen solución. En este caso, es locura
encenderse en cólera contra ellas, porque es uno mismo el que se quema
inútilmente y se destruye.
Dije que es preciso silenciar la
mente, y aquí está el secreto de la liberación; porque la mente tiende a rebelarse,
ponderar las consecuencias del disgusto y lamentarse; con todo lo cual, el
sujeto mismo que se rebela, y sólo él, se quema y se amarga.
El abandono es, pues, un homenaje de
silencio para con el Padre; por consiguiente, un homenaje de amor y, por ende,
adoración pura; y, a nivel psicológico, en este silencio mental estriba el
secreto de la “salvación”, en cuanto terapia liberadora.
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