Morir
con Cristo
Después de decirnos que Cristo
“estuvo circundado de fragilidad” (Heb 5,2), agrega la Carta a los Hebreos que
(Cristo), sufriendo, “aprendió a obedecer” (Heb 5,8). Llama la atención esa
expresión obedecer. Hay militantes ateos, aun hoy día, que asumen la tortura y
la muerte con una actitud estoica, llamemos pasiva o fatalista, sin inmutarse.
Pero
el término obedecer introduce un matiz distinto: viene a indicar que Cristo asumió el dolor de
una manera personal, activa, como una ofrenda consciente y voluntaria, dando
así a su sufrimiento un significado y un vuelo de apertura hacia el hombre
universal.
Y
así, “por haber sufrido, puede ayudar a los que sufren” (Heb 2,18). Como radios
que desde la superficie convergen en el centro de la esfera, los padecimientos
de cada día hacen que Cristo y el hombre se junten y se encuentren en el centro
del círculo: el dolor. Hermanados en el dolor.
Y por pertenecer a la
entraña misma de la familia humana, Jesús tiene voz y autoridad para convocar a
todos los desgarrados por la tribulación, para ofrecerles una copa de alivio y
descanso (Mt 11,28).
* * *
Después
de “contemplar al que traspasaron” (Jn 19,27), los testigos no aciertan a
comprender el sufrimiento humano si no es a través del prisma del dolor de
Jesús. El que sufre en la fe, sufre en Cristo. Más aún, es Jesús mismo el que
sufre y muere de nuevo.
Pedro, en su Primera Carta,
dirigiéndose probablemente a los cristianos del Asia Menor, les viene a decir:
me han informado que un fuego extraño ha prendido entre vosotros, y que la
tribulación se enrosca, como serpiente, a vuestra cintura. Esto no os debe extrañar,
porque es normal que así suceda. Más aún, os invito a dar rienda
suelta a la alegría “porque estáis participando de los sufrimientos de Cristo”
(1 Pe 4,13).
Y
escribiendo a los “santos de Colosas”, Pablo les pregunta: “Una vez que habéis
muerto con Cristo” (Col 2,20), ¿qué sentido tiene continuar amarrados con las
cadenas de la ley?
Corinto
era, en los días de Pablo, una ciudad moderna y floreciente, centro comercial
y nudo de comunicaciones. Allí Pablo fundó una comunidad que presto llegó a
tener una existencia fecunda y, más de una vez, agitada. Pronto se hicieron
presentes allí lobos temibles y falsos apóstoles, que estuvieron a punto de
hacer naufragar la nave de la comunidad.
Con ocasión de estos desórdenes,
Pablo vivió una larga agonía. Desde Efeso escribe a los corintios su Segunda
Carta, “presa de una gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas”
(2 Cor 2,4). Es la carta magna de la desolación y consolación, en que encontramos
a Pablo profundamente abatido y, al mismo tiempo, profundamente consolado,
porque la llama de la consolación brota siempre de la herida de la tribulación.
Después de redactar esos tensos primeros capítulos, Pablo nos entrega, con
alto poder, esa magnífica expresión que sintetiza el espíritu de la Carta:
“Llevamos por todas partes, grabado en nuestro cuerpo, el morir de Jesús” (2
Cor 4,10).
Y en la misma Carta nos entrega
también este vigoroso texto: “Mientras vivimos, estamos siempre entregados a
la muerte por amor a Jesús” (2 Cor 4,8). El que sufre en la fe sufre, pues, con
Cristo y como Cristo; más aún, participa del dolor y muerte de Jesús; mejor
dicho, es Jesús mismo quien sigue sufriendo y muriendo, hermanado y hecho una
misma unidad con los agonizantes, lisiados y traicionados.
Envuelto en llamas y respirando
amenazas, Saulo pidió autorización para cazar a los seguidores del Evangelio
y, encadenados, devolverlos a Jerusalén para ser entregados al Sanedrín. Y
mientras galopaba, una columna de luz lo envolvió: “Saulo, Saulo; ¿por qué me
persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (He 9,4).
Es, pues, Jesús mismo quien sigue sufriendo en el dolor del cristiano.
* * *
Sobre
su blanca piel cayó la calumnia como un puñado de alquitrán, y su figura quedó
desfigurada por largos años. Pero, en realidad, el desfigurado era Jesús mismo.
Con flechas de todo calibre, disparadas por cazadores raquíticos, lo asaetearon
sin compasión, dejándolo malherido y llorando. Pero era Jesús mismo, zaherido
por sus enemigos.
Tras largos años de fidelidad, la
esposa fue traicionada por su consorte, y el hermano por sus propios
familiares, como Jesús lo fue por Judas. Mil avispas de incomprensiones,
malentendidos, comentarios desfavorables e interpretaciones antojadizas
hicieron de su vida un triste tejido de espinas y lágrimas. ¿Qué otra cosa
hicieron con Jesús los saduceos y los herodianos?
Los que son
abatidos por la melancolía y la depresión participan de la agonía de
Getsemaní. Como un castillo de naipes se les fue al suelo aquel proyecto tan
acariciado y tuvieron que morder la fruta amarga del fracaso. Participaron del
fracaso de Jesús.
Los hermanos que fueron abandonados
por sus propios hermanos, los jóvenes que vieron rotas sus ilusiones, los
creyentes que se debaten en la noche oscura de la fe, los que se sienten cansados
de luchar y hastiados de vivir, los que están amenazados por una prematura
muerte..., todos ellos participan de la muerte de Jesús.
Se levantan cansados. No pueden
dormir. Como un gusano, el carcinoma va corroyendo y deshaciendo sus huesos,
mientras los amigos se alejan porque saben que se muere, y se muere de triple
agonía: dolor, soledad y tristeza. El lecho o el carrito de ruedas es la morada
eterna del minusválido. Y esas jaquecas que lo invalidan por días enteros. Y
lleva en las entrañas una fiera que le clava la garra, pero nadie descubre la
naturaleza de la enfermedad; y el temor, como oscura nube, cubre su cielo... En
suma, ¡ la enfermedad con sus mil rostros! Es Cristo el que está postrado en
cama, y sufre, y agoniza.
Todo
esto, sin embargo, puede sonar a vena literatura. Si queremos que. estas
consideraciones se tornen en real consolación, es imprescindible cumplir con
una condición: vivirlo todo en la fe, uniéndose conscientemente al Cristo
Doliente; asumirlo todo en el espíritu de Jesús; obedecer, en el sentido ya
explicado: aceptar cada prueba de una manera consciente y voluntaria, con amor
y significado.
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