En segundo
lugar, Jesús moría en plena juventud, y la muerte le segaba todos los lazos
amables de la vida: no poder disfrutar más de la luz del sol, de la primavera,
de la amistad, del afecto de las gentes, de la gratitud de los humildes; no
poder soñar, amar y ser amado; no poder hacer felices a los demás ni disfrutar
del trato de los familiares y discípulos... Todo queda cercenado; y eso, para
un hombre vital como Jesús, es particularmente sensible. Era la Gran Despedida;
como si dijera: me voy, y ustedes no pueden “venir” conmigo.
En
tercer lugar, y mirando hacia atrás y evaluando sus años de misionero de la
paz, le resultaba difícil descartar la impresión de fracaso, tanto en la
Galilea, salvo en los primeros tiempos, como en la Samaria, como, sobre todo,
en la Judea. Las muchedumbres, veleidosas como de costumbre, desertaron. La
clase gobernante e intelectual, salvo contadas excepciones, lo calificaron de
transgresor de la ley, blasfemo y peligroso para la seguridad nacional; y
juzgaron que debía ser expulsado de la vida.
De los discípulos comprometidos con
él con lazos de una larga convivencia, uno lo traicionó, otro lo renegó, y
“todos”, en una confusa desbandada, “abandonándolo, huyeron” (Mc 14,50).
Irónicamente, su muerte hizo que se reconciliaran, para confabular en un mismo
complot, los grupos antagónicos que nunca se sientan a una misma mesa: los
gobernantes y el pueblo, Roma e Israel, Pilato y Herodes, el Procurador y el
Pontífice. Jesús bebió otro amargo trago, probablemente el más amargo de la
experiencia humana: la sonrisa despectiva y el sarcasmo de los vencedores (Lc
23,35).
Hay otro rasgo que agrega una dosis
especial de acidez a su muerte: a Juan lo mató Herodes, y ello permitía
considerar su muerte como un martirio. A Jesús lo mataron los representantes de
Dios. Juan muere por una apuesta absurda y frívola. Jesús es juzgado por
blasfemo, condenado como tal y ejecutado. In situ, en las circunstancias
históricas en las que ocurrió el hecho, no hay por donde encontrar un resquicio
por el que se le pueda dar a Jesús una aureola de mártir o de héroe. Fue,
simplemente, ejecutado ignominiosamente.
De por sí, el morir es el acto más
solitario de la vida. Es la soledad misma. Pero si ese trance está rodeado de
afecto, si el ajusticiamiento injusto y la ejecución del profeta están
envueltos en una cálida solidaridad de los partidarios y discípulos, en ese
caso la soledad del ajusticiado puede quedar parcialmente aliviada. Pero en el
caso de Jesús no hubo tal solidaridad, sino hostilidad e indiferencia.
De
los que presenciaban aquel desenlace, un puñado lloraba sin poder aliviar nada,
muchos estaban satisfechos y contentos, y la inmensa mayoría, indiferentes.
Hoy día, esa noticia habría aparecido en unas pocas líneas, perdida en las
páginas interiores de los periódicos. En líneas generales, podríamos decir que
aquello no interesó mayormente a los habitantes de Jerusalén. Símbolo de esa
indiferencia eran sus propios discípulos, dormidos tranquilamente en el Olivar
mientras el Maestro se debatía en una trágica agonía. ¡Cómo no sentir náusea!
Las circunstancias descritas nos dan
el derecho para concluir que la Pasión y Muerte tuvieron carácter de colapso,
de holocausto: el derrumbamiento integral de una persona y su proyecto. Jesús
fue, pues, verdaderamente varón de dolores.
Ahora haría falta una larga
disquisición para considerar la serenidad con que Jesús afrontó este colapso,
los intereses salvíficos de Dios en este acontecimiento y la apertura y
disponibilidad con las que el Siervo asumió la voluntad de Dios. Pero esto no
entra en nuestro propósito.
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