martes, 5 de febrero de 2013

Redimir con Cristo - I


Ahora bien; el que sufre en unión con Cristo no sólo extrae consolación de la tribulación, sino que “comple­ta” con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos del Señor (Col 1,24).
            Debido a esto, Juan Pablo II habla del “carácter creador del dolor”, el cual confiere al sufrimiento no sólo un sentido, sino una utilidad dinámica y fecundan­te. Salta a la vista el hecho de que, si Cristo redimió el mundo aceptando amorosamente el dolor, todo cristia­no que se asocie a ese dolor con su propio sufrimiento participa del carácter redentor del dolor de Cristo; está redimiendo con Cristo.
            El sufrimiento de Jesús ha generado un bien: la re­dención del mundo. Y aunque es verdad que este bien es infinito y ningún hombre puede agregarle nada, sin embargo, Cristo ha querido dejar abierto su propio do­lor salvador a todo y cualquier sufrimiento humano, a condición de que sea asumido con amor (Salvifici doloris 24).
            Con otras palabras: el Señor ha realizado la reden­ción completamente, pero no la ha cerrado. Al contra­rio, “forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser comple­tado sin cesar” (JUAN PABLO II).
            Esta redención, al mismo tiempo completa pero siempre abierta, nos introduce de lleno en el misterio esencial de la Iglesia, la cual despliega y completa la obra redentora de Cristo. Y el misterio central de la Iglesia es su naturaleza de Cuerpo Místico, marco y espacio en que “se completa lo que falta a los padeci­mientos de Cristo, espacio en que Cristo está incesan­ te y vigorosamente creciendo hacia su plenitud” (Ef 4,13).

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            No somos socios, sino miembros de una sociedad de naturaleza muy particular, en que ganamos en común y perdemos en común. Esta Comunidad es como un Cuer­po que tiene muchos miembros, pero todos los miembros, juntos, forman una sola realidad. Cada miembro tiene una función específica, pero todos los miembros concurren, complementariamente, al funcionamiento general de todo el organismo (1 Cor 12,12).
            Cuando se nos lastima el pie, ¿acaso lo dejamos san­grar, diciendo: qué tiene que ver mi cabeza con el pie? Cuando el oído está enfermo, ¿acaso dice el ojo: yo no soy el oído; qué tengo que ver contigo? No, sino al contrario, cada miembro ayuda a los demás, porque to­dos juntos constituyen el organismo. ¿Qué sería del brazo si no estuviera adherido al cuerpo? ¿De qué val­drían los ojos sin el oído, o los oídos sin los pies? (1 Cor 12,14-22). Pero hay mucho más: “Si un miem­bro tiene un sufrimiento, todos los demás miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan jun­tamente todos los miembros” (1 Cor 12,26).
            Aquí está, precisamente, el nudo de la cuestión. Si se nos lastima tan sólo la uña del dedo pequeño, es posible que la fiebre se apodere de todo el organismo: to­dos los miembros sufren las consecuencias. ¿Por qué la rodilla tendría que sufrir las consecuencias del dedo pequeño? Porque ganamos en común y perdemos en común. ¿Perdió el dedo?; perdieron todos los miem­bros. ¿Sanó el dedo?; sanaron todos los miembros.
Existe, pues, en el interior de ese organismo que lla­mamos Iglesia una intercomunicación de salud y enfermedad, de bienestar y malestar, de gracia y pecado, igual que en el fenómeno de los vasos comunicantes.

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