Ahora bien; el
que sufre en unión con Cristo no sólo extrae consolación de la tribulación,
sino que “completa” con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos del
Señor (Col 1,24).
Debido a esto, Juan Pablo II habla
del “carácter creador del dolor”, el cual confiere al sufrimiento no sólo un
sentido, sino una utilidad dinámica y fecundante. Salta a la vista el hecho de
que, si Cristo redimió el mundo aceptando amorosamente el dolor, todo cristiano
que se asocie a ese dolor con su propio sufrimiento participa del carácter
redentor del dolor de Cristo; está redimiendo con Cristo.
El sufrimiento de Jesús ha generado
un bien: la redención del mundo. Y aunque es verdad que este bien es infinito
y ningún hombre puede agregarle nada, sin embargo, Cristo ha querido dejar
abierto su propio dolor salvador a todo y cualquier sufrimiento humano, a
condición de que sea asumido con amor (Salvifici doloris 24).
Con otras palabras: el Señor ha
realizado la redención completamente, pero no la ha cerrado. Al contrario,
“forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de
que haya de ser completado sin cesar” (JUAN PABLO II).
Esta redención, al mismo tiempo
completa pero siempre abierta, nos introduce de lleno en el misterio esencial
de la Iglesia, la cual despliega y completa la obra redentora de Cristo. Y el
misterio central de la Iglesia es su naturaleza de Cuerpo Místico, marco y
espacio en que “se completa lo que falta a los padecimientos de Cristo,
espacio en que Cristo está incesan te y vigorosamente creciendo hacia su
plenitud” (Ef 4,13).
* * *
No somos socios, sino miembros de
una sociedad de naturaleza muy particular, en que ganamos en común y perdemos
en común. Esta Comunidad es como un Cuerpo que tiene muchos miembros, pero
todos los miembros, juntos, forman una sola realidad. Cada miembro tiene una
función específica, pero todos los miembros concurren, complementariamente, al
funcionamiento general de todo el organismo (1 Cor 12,12).
Cuando se nos lastima el pie, ¿acaso
lo dejamos sangrar, diciendo: qué tiene que ver mi cabeza con el pie? Cuando
el oído está enfermo, ¿acaso dice el ojo: yo no soy el oído; qué tengo que ver
contigo? No, sino al contrario, cada miembro ayuda a los demás, porque todos
juntos constituyen el organismo. ¿Qué sería del brazo si no estuviera adherido
al cuerpo? ¿De qué valdrían los ojos sin el oído, o los oídos sin los pies? (1
Cor 12,14-22). Pero hay mucho más: “Si un miembro tiene un sufrimiento, todos
los demás miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente
todos los miembros” (1 Cor 12,26).
Aquí está, precisamente, el nudo de
la cuestión. Si se nos lastima tan sólo la uña del dedo pequeño, es posible que
la fiebre se apodere de todo el organismo: todos los miembros sufren las
consecuencias. ¿Por qué la rodilla tendría que sufrir las consecuencias del
dedo pequeño? Porque ganamos en común y perdemos en común. ¿Perdió el dedo?;
perdieron todos los miembros. ¿Sanó el dedo?; sanaron todos los miembros.
Existe, pues,
en el interior de ese organismo que llamamos Iglesia una intercomunicación de
salud y enfermedad, de bienestar y malestar, de gracia y pecado, igual que en
el fenómeno de los vasos comunicantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario