En la
carretera que va de Jerusalén a Jericó, es decir, en los infinitos caminos del
mundo, el samaritano encontrará hoy día, arrumbados a la vera del camino, un
sinfin de inmigrantes y emigrantes, cansados en su deambular tras un empleo
decoroso.
Debido al desequilibrio
socio-político nacional e internacional, encontrará un enjambre ingente de
asilados, refugiados, desterrados, indocumentados.
Encontrará también, en situación de
abandono y soledad, millares de ancianos, minusválidos, masas de campesinos e
indígenas en su interminable éxodo del campo a las urbes. Se encontrará, en
fin, con el triste espectáculo de la vagancia infantil, niños entregados a la
mendicidad y a los vicios...
Por todo lo cual el samaritano
moderno tiene un peligro: el de sentirse abrumado por la altura monumental de
la miseria humana y el de dejarse dominar por el sentimiento de impotencia y
desesperanza.
Según entiendo, hay una sola manera
de sortear este desaliento: no dejar de mirar a Aquel que “pasó por todas
partes haciendo el bien a todos” (He 10,38), a Aquel que “recorría ciudades y
aldeas sanando toda dolencia y toda enfermedad” (Mt 9,35), a Aquel que, en
suma, fue el hombre para los hombres (Lc 14,2-4; 12,11-13; Mt 11,28s; Lc 8,18s;
Mt 25,34s; Mc 2,17; Mc 6,34; 8,2; Mt 11,5; Jn 6,1-16; Lc 22,51).
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