Pablo engarza,
con la lógica vital, los eslabones de una cadena de oro: “Nos alegramos en el
sufrimiento, porque sabemos que el sufrimiento nos da la paciencia, y la
paciencia nos hace salir aprobados, y al salir aprobados tenemos la esperanza,
y esta esperanza nunca falla” (Rom 5,3-5).
Estamos, sin embargo, ante un
proceso lento. Cuando el cristiano se encuentra de pronto con el sufrimiento,
su primera reacción, casi inevitable, es la rebeldía y el interrogante: por
qué. Generalmente, el interrogante y la protesta son dirigidos a Dios, sin
tener en cuenta que Aquel a quien se dirige la protesta está instalado en la
cúspide del dolor, en la cruz.
La respuesta al interrogante viene
siempre desde lo alto de la Cruz, pero al principio el cristiano no la percibe
porque la polvareda y el clamor circundantes impiden la percepción. Pero
después de cierto tiempo, a veces mucho tiempo, cuando el horizonte se ha
clareado y se ha tomado la suficiente distancia, el cristiano comienza a
percibir claramente la respuesta.
Pero
la respuesta no es una consideración abstracta y filosófica sobre el dolor,
sino una orden perentoria: “Ven, toma tu cruz y sígueme” (Mc 8,34). Cuando el
cristiano, en ese itinerario interior con el Cristo Doliente, cesa en su
rebeldía, toma la cruz, se abandona y adora, entonces, al descubrir el sentido
salvífico del dolor y el misterio de la Cruz, es visitado por la paz y la
alegría. En este momento es vencido el dolor y la muerte. Es la manera más
eficaz de eliminar el sufrimiento.
* * *
Es arquetípica la historia de
Israel. Los cuatro siglos que siguieron al imperio davídico fueron los años más
decadentes de la historia de Israel, en un estado de permanente infidelidad y
apostasía.
Dios vio que la única salvación
posible para Israel era un desastre nacional. Y, efectivamente, los sitiadores
de Nabucodonosor redujeron a ruinas la ciudad de David, sus habitantes fueron
deportados a Babilonia y allí se produjo la gran conversión.
Allí se escribió el Libro de la
Consolación, Isaías 40-55, que es de lo más hermoso e inspirado de la Biblia,
en que la esperanza sobrepasa el destino de Israel y se abre hacia los
horizontes de la Humanidad; allí se escribieron salmos inspirados; allí la
figura del Mesías adquirió rasgos firmes; allí se colocaron los cimientos de
la sinagoga y, en cierto sentido, de la Iglesia; allí la religión se instaló
definitivamente en el corazón del hombre; allí los desterrados son constituidos
en un “pequeño resto” y “ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, porque
volverán a mí con todo su corazón” (Jer 24,7). En suma, de una catástrofe
nacional, Dios hizo brotar los bienes definitivos.
A sus veinte años, soñando en altas
glorias, Francisco de Asís en la primera batalla probó la primera derrota.
Ese desastre y la ulterior enfermedad lanzaron a Francisco por los rumbos del
ideal evangélico. Tras haber sido herido por una bombarda en la ciudadela de
Pamplona, Iñigo de Loyola tuvo una transformación total en los largos meses de
su convalecencia.
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