En varias
ocasiones vemos a Jesús desalentado. Pero hay en Marcos 8,12-13 una reacción
inesperadamente enérgica, en que sentimos algo así como un quejido interior,
como de un navío que cruje: “Jesús dio un profundo suspiro y dijo: ¡Cómo!;
¡esta clase de gente busca una señal! Os aseguro que a esta clase de gente no
se le dará señal. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la orilla de
enfrente”. ¿Esperanzas destrozadas? ¿ Ilusiones desgarradas? Son reacciones que
nos permiten vislumbrar una desconocida y secreta familiaridad de Jesús con el
sufrimiento.
* * *
El sufrimiento de Jesús es como una
tempestad que se forma allá lejos, en otra comarca; crece, se mueve y se
aproxima; se le siente cada vez más cerca; va progresivamente avanzando en un
crescendo incontenible, hasta que descarga toda su violencia en su Pasión y
Muerte.
Los
Evangelios nos dejan constancia en forma unánime y clara de que Jesús en las
últimas semanas y días estuvo rodeado de indiferencia, cobardía, odio, traición.
Tenía motivos más que suficientes para retirarse de la vida amargado y
resentido por la insensatez de la raza humana. Pero no fue así.
Lo
inesperado, lo que nos parece incomprensible y que uno se resiste a aceptar, es
lo siguiente: ¿cómo es posible que un hombre gozoso como Jesús, con un mensaje
vital y alegre, pudiera encontrarse con un rechazo tan cerrado, con un grado
tan increíble de conflictividad?
El
conflicto y la resistencia levantados a su paso fueron de tal magnitud que su
vida y obra, humanamente hablando, estallaron en llamas y cenizas en la pira
del desastre. Es éste un enigma incomprensible que, de momento, lo dejamos de
lado.
En
todo caso, Jesús no se retiró de la vida con el rictus de un amargado. Su dolor
no fue egoísta ni centrado en sí mismo. En ningún momento sorprendemos a Jesús
cerrado sobre sí mismo, reclamando el reconocimiento de la humanidad, o
hurgando en las heridas de sus frustraciones, o paladeando la fruta agridulce
de la autocompasión, como si en el mundo no hubiera otra realidad que su
fracaso, o como si la historia tuviera que ser valorada teniendo como centro y
clave su propia desgracia. Nada de eso.
Al
contrario, estando como estaba en el ojo mismo de la tempestad, lo captamos
enteramente olvidado de sí y salido siempre hacia el otro. Y el motivo de su
sufrimiento son siempre los otros. De modo que, en Jesús, el dolor es consecuencia
de su “ser para el otro
Y
así, tuvo una palabra de delicadeza para el traidor (Lc 22,48). Se mostró
sumamente preocupado de que los discípulos no corrieran su misma suerte: “Si me
buscáis a mí, dejad marchar a éstos” (Jn 18,8). Le tendió a Pedro, enredado en
la cobardía, una mirada de salvación (Lc 22,51). Tuvo un magnífico gesto de
caballerosidad, camino del Calvario, para con aquellas mujeres que, con
lágrimas, se solidarizaban con él (Lc 23,28). Fue delicado y atento con el
ladrón en la cruz (Lc 23,39). Y, en último instante, casi asfixiado, tuvo con
su madre un rasgo filial de atención, entregándola a los cuidados de Juan (Jn
19,25). Hasta el último aliento fue el hombre para los hombres.
* * *
En su Pasión y Muerte convergieron
todas las circunstancias para hacer sobremanera amargo ese paso. Y esas
circunstancias justifican el titulo de varón de dolores.
En primer lugar, en cuanto al dolor
físico, la pérdida de su sangre privó del agua a su cuerpo, originándose una
progresiva deshidratación, sensación sumamente desagradable. Debido a ello, se
apoderó de Jesús una sed generalizada que se siente no sólo en la garganta,
sino en todo el organismo, sed que ningún líquido del mundo puede saciar, sino
una transfusión de sangre. La pérdida de sangre originó también una fiebre
alta, que, a su vez, derivó en una confusión mental o pérdida parcial de la
conciencia de su identidad. Sufrió también, como todos los crucificados, el
suplicio de la asfixia al no poder respirar debido a la posición forzada del
cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario